Al principio todo parece fácil. «Seguro que el primero nos dice que sí». «Es un caramelo para cualquiera». «Nuestra historia le gustará a todo el mundo, se matarán por hacérnoslo». «¡Si además le vamos a pagar!». Pero llega la cruda realidad: nadie tiene tiempo, disponibilidad o ganas.
Y es que encontrar un prologuista para tu futuro libro no es tarea fácil. El primer error es el nuestro: porque el libro es nuestro (aunque, en este caso, no lo hayamos escrito nosotros, ya que somos «solo» sus editores), nos gusta y nos encanta, y pensamos, en esa hinchazón orgullosa de sentirnos creadores, que poco menos que cualquiera se prestará a perder un brazo antes que dejar pasar la oportunidad de prologar semejante historión. Por eso, paremos, y dejemos a un lado nuestra ansia maternal de cuidar del retoño, de deleitarnos en su creación, porque parte de esa creación es que alguien nos prologue, y esa persona no lo ha parido como lo hemos hecho nosotros.
Así que nos ponemos manos a la obra. Empezamos el contacto con un maravilloso crítico de cine, columnista de un diario importante, pero no puede prologarnos, por acumulación de trabajos; nosotros le creemos y seguimos pensando que es maravilloso, pero no puede ser. Nos lanzamos a la calle, y nos plantamos en un estreno en el que esperamos encontrar a nuestra segunda opción, un director de cine, así de ambiciosos somos. Nuestro vestido de las ocasiones especiales se queda sin brillo cuando ni siquiera nos podemos acercar al photocall por donde ha de pasar nuestro objetivo… que no aparece en el anunciado estreno de su propia película. Como somos poco proclives al desaliento, seguimos buscando, y recurrimos a un contacto de una amiga periodista que nos pone en comunicación con la plana mayor de la sección de cultura de su periódico. Su intento es buenísimo, muy certero, pero nadie responde. Finalmente, encontramos a un autor, mexicano, como el autor de nuestro libro, que está encantado y dispuesto a prologarnos. Y no nos ha costado más esfuerzo que el pedírselo, solo teníamos que tenerlo realmente claro y saber con quién contar: con la mejor opción. Grande entre los grandes, Bernardo Fernández, «Bef».
Los caminos de la edición se nos antojan extraños e insondables, pero al fin nuestro prólogo ya está en marcha. Así que fumata blanca en nuestra humilde chimenea, de las vicisitudes pasadas para conseguir a la mano que mecerá la cuna del bebé ya no nos acordaremos más. ¡Habemus prologuistam!