[…] «Miles de hombres acaban de sembrar los campos de batalla con sus cadáveres mutilados. […] Una gran alma se eleva con el humo de vuestra sangre injusta y odiosamente vertida por la causa de los príncipes de la tierra. Solo Dios sabe cómo se difundirá esta alma magnánima por las venas de la humanidad, pero sí sabemos al menos que una parte de la vida de estos muertos vuelve a nosotros para afianzar el amor a la verdad, el horror de la guerra por la guerra, la necesidad de amar, el sentimiento de la vida ideal, que no es otra que la vida cotidiana tal como estamos llamados a conocerla. De este abrazo furioso de dos naciones surgirá un día la fraternidad, futura ley de los pueblos civilizados. Tu muerte, gran cadáver de los ejércitos, no será en vano, pues cada uno de nosotros llevará en él uno de los corazones que dejaron de latir. […]
»Y todo esto no es nada; ¡nada, en realidad! Hoy incluso añoramos aquella época tan cercana, pero de la que parece separarnos ya todo un siglo de desastres. La guerra, la guerra en el corazón de Francia, ¡y hoy París está sitiado!».