El fondo del mar está tapizado de esponjas de todos los tamaños. El hombre sujeta la más grande y quiere cortarla. Pero la esponja defiende su vida, como todo lo que es miseria, y lucha. Su defensa no es otra que el jugo viscoso de que se halla empapada y que la hace escurrirse de las manos, como si fuera mercurio, mientras que la raíz parece aferrarse más a la roca. Esta es la tragedia de la pesca de esponjas: la dosis de aire se agota rápidamente; el corazón comienza a apagarse; los oídos zumban; los ojos se cubren con el velo que anuncia la muerte.
Entonces, con o sin esponja, hay que tirar del cable, dar la señal de socorro, sin pensar en lo que le espera a uno, sin pensar más que en el aire, ¡el aire!, esa enorme riqueza de la vida que ningún hombre ha conseguido atesorar.
El joven Adrien Zograffi se embarca de polizón rumbo a Egipto tras los pasos de su mejor amigo. No comprende para qué existen tierras tan vastas cuando los hombres parecen condenados a dar vueltas de por vida dentro del mismo kilómetro cuadrado: en la experiencia del vagabundo, viene a decirnos, se encuentra la marca del auténtico hombre civilizado. De modo que él, para quien el más bello de los viajes consiste en una excursión por el espíritu de sus amigos, hace del itinerario su finalidad y se detiene a escuchar las conversaciones que transcurren sin prisa en las terrazas de los cafés, en las tascas de los puertos, por las callejas en sombra de las viejas ciudades del Mediterráneo oriental, arrasadas por el sol y la miseria.