Leer
El joven Adrien Zograffi se embarca de polizón rumbo a Egipto tras los pasos de su mejor amigo. No comprende para qué existen tierras tan vastas cuando los hombres parecen condenados a dar vueltas de por vida dentro del mismo kilómetro cuadrado: en la experiencia del vagabundo, viene a decirnos, se encuentra la marca del auténtico hombre civilizado. De modo que él, para quien el más bello de los viajes consiste en una excursión por el espíritu de sus amigos, hace del itinerario su finalidad y se detiene a escuchar las conversaciones que transcurren sin prisa en las terrazas de los cafés, en las tascas de los puertos, por las callejas en sombra de las viejas ciudades del Mediterráneo oriental, arrasadas por el sol y la miseria. Esclavo por un jornal o delincuente, el dinero, desde luego, determina también las escalas de su viaje: dracmas, leis, libras esterlinas, francos…, las monedas cambian de nombre pero el sudor de los hombres permanece obstinadamente salado.
Hay en Istrati un activismo político que tampoco conoce fronteras y que, reflejo de su experiencia vital, se entreteje con una peculiar manera de ver desde el mismo momento en que, muy conscientemente, se hace como escritor. El pescador de esponjas es, al fin, un relato autobiográfico, como él quiso que se leyera.