Tanto D’Halmar como Milosz procedían de un cruce de culturas y de familias antiguas. Augusto Goemine Thomson —verdadero nombre de Augusto d’Halmar— era hijo de Auguste Goemine, exmarino y comerciante bretón —que desapareció cuando D’Halmar tenía 10 años— y de Manuela Thomson, chilena descendiente de suecos y escoceses. A D’Halmar le gustaba especialmente presumir de sus legendarios antepasados escandinavos, por lo que es muy probable que adoptara su seudónimo de su abuelo materno, John Joachim Thomson, Barón de D’Halmar.
Milosz no se quedaba corto, su madre, Marie Rosalie Rosenthal, era una judía polaca de Varsovia y su padre, Vladislas de Lubicz Milosz, era un exoficial del ejército ruso. Además, Milosz vivió los numerosos cambios que afectaron a la región donde nació: Čareja. En aquel momento pertenecía a la Rusia Imperial, por lo que Milosz era ruso de nacimiento. Se crió en esta región hasta que se trasladó a París para realizar sus estudios. El francés fue la lengua que eligió para su producción literaria. Al independizarse Polonia y Lituania en 1918, se decantó por esta última, aunque apenas conocía la lengua, pero la identificaba con la nación de sus ancestros. Y es que, como cuenta el propio D’Halmar: Oscar Vladislas de Lubicz Milosz «era por línea paterna directo descendiente de los soberanos de Lausacia o Lausitz y, por ende, podía haber sido el pretendiente real de Lituania, si al emanciparla de Rusia el Tratado de Versalles se hubiese restaurado en ella la monarquía. Hubo un momento que en ello se pensó y, como Augusto Villiers de l’Isle Adam cuando renunció a sus derechos a la corona de Grecia, por no tener traje de etiqueta para presentarse ante el Elíseo a reivindicarlos, Milosz me participó su posible elevación al trono de su país, una noche que, con billete de segunda clase, tomábamos en el Chatelet, el metropolitano del Nord-Sud, con dirección a la casa de Alejandro Sux, en Pigalle».