Entrarás de golpe y fruncirás las cejas en un signo de malhumor. El aire de la habitación te parecerá irrespirable. Las ventanas, cerradas durante la noche, conservarán los olores entremezclados del sueño, de las algas y de los pescados.
Asomarse al agua dolorosa bajo la que los sueños se ahogan, o algo así decía Alejandra Pizarnik. Los personajes que protagonizan Los trabajos nocturnos hablan también de ese dolor de las claudicaciones, del espanto de las renuncias definitivas, y desde el aturdimiento cuestionan su lugar en el mundo.
Por toda respuesta, la autora les muestra un mundo atenazado por la dictadura y lastrado de viejos prejuicios, una Argentina convertida en pecera, en espejo deformante, en remolino de las inocencias perdidas.
En estos cuentos entrelazados duelen la detención del estudiante en «Desde el balcón», el final trágico de «Acuario», la vida del músico sin talento de «Último baile», la suerte de las mujeres, de los niños y hasta de los objetos y las calles contra los que se recortan las hermosas y terribles instantáneas de Amalia Jamilis.
En el pasaje mi experiencia ante los espejos me había convencido que el monstruo asimétrico, devorado por el vacío, era yo mismo.
«La lectura de Los trabajos nocturnos será algo de lo que no saldremos indemnes, como no se sale indemne de una pesadilla. O de la propia vida» Ana Pérez Cañamares.
«Siempre he tenido una especie de cuarteto de cuerdas que formaba así: J. J. Hernández y yo, violines; Antonio Di Benedetto, viola, y Haroldo Conti violoncello. Con el tiempo fue ampliándose este modesto conjunto interno, con miras a una orquesta de cámara. Y ya teníamos a Héctor Tizón, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Amalia Jamilis y Rodolfo Walsh» (Daniel Moyano).