Igual a la uña de un pie
Andrés Felipe Solano
En una entrevista a Junot Díaz, un escritor dominicano emigrado a Nueva Jersey a los seis años, leí un comentario que me quedó rondando por largo tiempo: «Crecí con muchos coreanos alrededor y déjame decirte algo: la historia de su país es como la del Caribe pero en un solo día, locura comprimida». Bien se sabe que Latinoamérica —y no solo el Caribe— experimentó cambios extremos desde finales del siglo xv.
Invasión, explosiva mezcla de razas, evangelización, expolio, revoluciones independentistas, guerras civiles, dictaduras, movimientos comunistas y anticomunistas. Algo equivalente a lo sucedido a lo largo de quinientos años
en aquella parte del mundo tomó en Corea apenas un siglo. Así que después de oír a Díaz busco precisamente eso cada vez que abro un libro coreano: una estela de la locura de los últimos cien años. No es extraño entonces que a veces fantasee con que existe una novela coreana basada en alguna de esas noticias que leo en el periódico y que guardo en una carpeta en mi computador. Por ejemplo la de aquella desertora norcoreana que en su país había hecho parte de un coro oficial y años después sacó un disco en Corea del Sur con la esperanza de llegar a ser una idol. Una mujer que creció en el corazón de un régimen comunista decide convertirse en un producto listo para consumir en un país capitalista.
O por qué no, un cuento relacionado con la cadena constructora Lotte. Su fundador era un ferviente admirador de Las desventuras del joven Werther, el libro de Goethe (el protagonista se enamora de una mujer llamada Lotte).
Por eso en la puerta de los ascensores y en los muros que rodean los omnipresentes complejos de apartamentos, que están regados por todo el país como colmenas, hay unas pequeñas águilas imperiales.
En ese tránsito llevado a cabo por aquella cantante —tan representativo— o en el detalle de las águilas imperiales, creo que se puede contar parte de la historia coreana sin necesidad de recurrir a tragedias solemnes y sombrías. O peor, a discusiones ideológicas. Mucha de la literatura coreana de la época posterior a la liberación del yugo colonial japonés (1945), y más tarde la escrita durante la posguerra hasta bien entrados los años ochenta, con la conquista de la democracia, cae en lo que se podría llamar la trampa didáctica. Me refiero a esa necesidad de denunciar o de testimoniar a toda costa, a punto de despreciar los pasajes secretos necesarios para darle vida a una historia o de pasarle por encima una aplanadora a los personajes. Aquello que en muchos casos se llama instrumentalización: usar la literatura como simple telón de fondo para expresar una ideología, sea cual sea. El verdadero lector, el que disfruta y a la vez piensa con los libros, se sentirá adoctrinado y por ende traicionado al enfrentarse a un libro de este corte.
Ha sido extenuante, casi una travesía por el desierto, tratar de encontrar un autor coreano moderno que escape a la trampa que señalé. Por eso cuando aparece alguien como Chae Mansik no puedo hacer otra cosa que celebrar. En su escritura hay varios elementos que inmediatamente lo ponen en mi altar personal junto a Kim Seungok, Oh Jung-hee y Park Min-gyu. Es de señalar que Chae Mansik no es un escapista, su producción literaria está influenciada por el tiempo que le tocó vivir. Es más, está atravesada por la política, pero de una manera muy particular.
Nacido en 1902, Chae Mansik escribió en plena época de la colonización japonesa. De hecho, su obra duró enterrada un tiempo porque sobre su figura sobrevolaba la sospecha de colaboracionismo. Su vida estuvo signada por un dilema muy parecido al de sus personajes y quizás es esa complejidad trágica lo que precisamente salva a sus historias de cualquier maniqueísmo. Chae Mansik pasó un tiempo en la cárcel y la abandonó solo una vez aceptó hacer parte del régimen de propaganda impuesto por los colonizadores japoneses. Desde esa esquina se juzgó parcialmente su literatura por largos años.
Lo cierto es que antes de ir a la cárcel en 1938, Chae Mansik ya había publicado cuentos cuyos personajes son alcanzados por los tentáculos invisibles del régimen; por ejemplo, aquellos que se dan por vencidos sin oponer resistencia, al creer tal vez, como tantos coreanos de carne y hueso, que lo mejor era adaptarse a lo que los japoneses les imponían. O tal vez simplemente por ser víctimas de una extraña atracción. Y después, una vez los invasores salieron por la puerta trasera con el fin de la Segunda Guerra Mundial, en sus obras también se recogen las consecuencias profundas de este hecho para la sociedad coreana, más allá de la libertad conseguida. Si bien Chae Mansik no es el único escritor de su generación que funciona como ventana a esos años de colonia y transición, la gran diferencia, y lo que lo llevó a mi pequeño altar, es el humor descarnado y la plasticidad del lenguaje que usa para describir esos años turbulentos.
«El idiota de mi tío» (1938), el primero de los relatos presentados en esta pequeña antología, es quizás el que mejor condensa estos rasgos. Un joven arrogante y bocazas que ha conseguido un trabajo con un jefe japonés cuestiona la vida de su tío y de paso la de la esposa de este. A ella le reclama su entrega absoluta, ciega, a ese marido bueno para nada. «La devoción de una esposa puede dar miedo», concluye.
Aquí está la sutil complejidad de Chae Mansik. Nos entrega un coreano que alaba sin sonrojarse las bondades de los colonizadores, pero no se queda en eso: carga con todo. A la vez socava la figura de la esposa coreana devota, sagrada, intocable para esa época como lo puede ser la Virgen María para cualquier beato.
En «El idiota de mi tío» se abordan con un grado de sarcasmo que arranca carcajadas los roles de género, la lucha de clases, los estudios universitarios como único salvavidas para todo tipo de problemas, el supuesto horizonte despejado que le espera a todo aquel que comulgue con los colonizadores en contravía de los fósiles intelectuales locales, elementos que como dije están en otros autores contemporáneos a Mansik, pero sin pizca de su vivacidad.
Otra de sus singularidades es que se ocupa de atizar al hombre común y no solo a las clases altas, como era costumbre entre los más reputados escritores de la época.
Y lo que es aún más sorprendente, la resonancia de sus temas llega hasta la Corea de hoy, como se puede ver en el segundo relato, «Vidas de usar y tirar» (1932), que bien podría haber estado fechado en el año 2022: «Hoy en día muchas pandillas de lumpen desempleados como P, M y H deambulan por Seúl todo el tiempo sin nada que hacer, y cuando uno de ellos tiene unas cuantas monedas en el bolsillo invita al resto a tomar algo en un bar barato. Gente joven con talento que podría realizar a la perfección cualquier trabajo que le encargasen. Pero ahí están, pasando el rato. No encajan en ninguna parte. Las circunstancias sociales en Joseon no han madurado lo suficiente como para requerirlos». Escuadrones de jóvenes educados en Japón —como podría ser en Estados Unidos ahora mismo— que al regresar a su país muy pronto se convierten en «veteranos de la búsqueda de trabajo».
En el centro de este cuento también encontramos una postura compleja alrededor de una chica del campo a la que conoce el protagonista en un burdel, y no una toma de posición y su defensa a ultranza. ¿Cómo es posible que algunas mujeres prefieran la muerte a perder su virtud y a otras no les importe entregarla por unas pocas monedas?, se pregunta P.
Un interrogante que bien podría formularse acerca de la vida del propio Chae Mansik. En «El agente Maeng» (1946), los japoneses por fin se han ido tras décadas de haber impuesto su voluntad, pero lejos de enfilarse hacia una época de armonía y reconciliación los coreanos tienen que lidiar con el estropicio que dejaron.
Maeng es un policía que cuelga el uniforme tras la liberación del 15 de agosto de 1945. A diferencia de otros compañeros que supieron enriquecerse durante sus años de servicio, él tan solo llevó la corrupción a «sus justas proporciones». Sin embargo, «justo después de la liberación, Maeng sentía que le podían moler a palos en cualquier momento o meterle una fría hoja de acero en el costado al pasar por algún callejón oscuro». Además, está en paro, arruinado, así que no tiene otra opción que volver al cuerpo policial que antes abandonó. Sin mayor esfuerzo, se hace agente de la Corea liberada, aunque las cosas han cambiado tanto en tan poco tiempo que pronto empieza a temer de nuevo por su vida.
La sátira, elemento común al que se recurría con gran acierto en obras coreanas premodernas o clásicas, por alguna razón inescrutable fue remplazada por esa literatura solemne y sombría que desgraciadamente ha producido una cantidad inaudita de libros-momia hasta hoy.
El estilo de Chae Mansik, construido a partir de comentarios mordaces y contrapunteos, aparte de hacer increíblemente divertidos a sus personajes, le permite hablar de la historia de Corea de una forma nada esquemática y sobre todo muchísimo más viva que la de tantos otros escritores de su generación. Sus personajes, incluso los narradores, no son nunca grandes hombres ni están en posesión de ninguna verdad. De cada uno de ellos se podría decir, como decía el sobrino del idiota aquel, que «lo mires por donde lo mires es igual de útil que la uña de un pie».