Una novela buena
Cogí un taxi hasta la agencia de las Ringuelet, que tienen en un primer piso muy bien habilitado en un modesto edificio de la calle del Pez. No hace mucho que están instaladas en España, pero parece que les va bien. Se las han arreglado para que prácticamente todos los autores argentinos tengan que pasar por sus manos para poder publicar aquí, y por lo visto están intentando extender el peaje a toda Hispanoamérica. Son, además, subagentes de algunas agencias europeas y norteamericanas relativamente nuevas, pero florecientes. Yo les compré Curry y un piano de juguete, uno de esos prometedores debuts por los que, sin otra garantía que el entrenado fervor de las agencias, en Estados Unidos dicen que pagan entre seis y nueve cifras y que yo me quedé por cuatro, y la primera bastante módica. Pero la novela ha cuajado medianamente y hemos vendido veinte mil ejemplares en tres meses; me convendría, por lo tanto, asegurarme la siguiente —el autor ya ha escrito otra— antes de que se entere todo el mundo y los precios se disparen. Por ahora lo que sabe todo el mundo es solo que hemos hecho cuatro ediciones, pero no de cuántos ejemplares, y mi intención, si me veía en el aprieto, era convencer a las Ringuelet de que íbamos por la mitad. Ellas no verán liquidaciones hasta dentro de seis meses, por lo que era el momento de actuar.
Es evidente que me expreso con mucha propiedad con lo que podríamos llamar la voz del medio y no me sorprende que sea así. Es en el medio donde he aprendido a decir cosas como que las novelas «cuajan» o que es «el momento de actuar». Podría haber tenido mejor escuela, pero lo dudo. Empecé con la editorial porque me gustaban las novelas y conseguí un préstamo con el aval de mi padre; y supongo, también, porque conocí a Ramón. Entonces dividía las novelas en «buenas», «interesantes» y «malas», y solo publicaba de las dos primeras; si la prensa las reseñaba y la gente las compraba, pensaba que había sido afortunada, y, si no, que no lo había sido. No les echaba la culpa a ellas. Descubrir, con el tiempo, que tenía un gusto pésimo no fue una tragedia para mí. Con mi primer éxito editorial vi que «bueno» e «interesante» no eran conceptos válidos, porque eran demasiado ubicuos y unificaban cosas demasiado dispares; además, nadie empezó a decir que la novela en cuestión fuera «buena» hasta que no fue un éxito, como si hubiera que justificar algo. Decidida a averiguar qué, volví a leerla justo en el apogeo de ese clima redentor; no lo averigüé, pero me di cuenta de que, aunque seguía gustándome, era tremendamente mala. El éxito me procuró esa distancia y, algo alarmada, me puse a rebuscar entre las novelas que había descartado por «malas» por si acaso se me había escapado alguna realmente «buena». Afortunadamente con esas no me había equivocado: eran peores. Estaban mucho más consagradas al propósito de gustar, de una manera mucho más obvia, y para pasar por «buena» una novela tiene que disimular un poco, convencer al público de que no solo ha satisfecho su apetito sino que además ha aprendido algo, por lo general alguna tontería sobre el género humano.
Hasta entonces yo había dado por supuesto que el gusto era una prodigiosa potencia subjetiva, algo que estaba en la propia naturaleza y que le distinguía a uno aceptablemente de los demás. Verlo de pronto sumido en los vulgares límites de la objetividad —descubrir que el gusto se fabrica— no fue una agradable sorpresa. Era, además, una sorpresa incómoda: más que una sorpresa, un secreto. Muchos editores, incapaces de sobrellevar semejante disociación, necesitan creerse, para seguir adelante, que todo lo que publican es «bueno», y así interiorizan cosas peligrosas para la salud mental. Yo no he sido maldecida con una personalidad trágica y, al menos en este punto, soy capaz de separar. Puedo obedecer a dos leyes. Comprendí que no podía ir por ahí ofendiendo al público hablándole de apetitos y diciéndole que, si algo le había gustado, era solo porque estaba hecho para gustar; pero eliminé de mi vocabulario el «bueno» y el «interesante» cuando tenía que hablar de esas cosas que colman la sed de subjetividad y de curiosidades. Comprendí que esta conciencia separada era lo que se necesitaba para poder trabajar. Podría, también, haber cerrado la editorial, pero ya he dicho que no tengo una personalidad trágica. O podría haberme dedicado a las novelas «buenas», pero estas jamás se habrían trazado el objetivo de gustarme, y gusto, francamente, aunque sea pésimo, es lo único que tengo. Además de golpes de suerte.
Así que no es extraño que, en cuanto entendí a lo que iba a dedicarme, me familiarizara rápidamente con el lenguaje del medio y aprendiera a hablar de lo que «cuaja» o «no cuaja», de lo que «vende» o «no vende», y de «a ver si pican», cuando las cosas se ponen un poquito feas. No sé si todo esto se habrá extendido a otros órdenes de mi vida porque me da miedo, lo confieso, pensarlo. Durante diez años apenas tuve vida —más bien una luctuosa burbuja con novelas— y ahora no quiero unir a Benjamín y el gusto en un mismo pensamiento. Sé que otros lo hacen: Markus, por ejemplo, ya lo he dicho, lo tiene en su grupo para que su grupo y su música, algo trabajosa, gusten. ¿Estará, como él cree, hecho para gustar? ¿Y, en mi caso, hecho para gustarme a mí? No lo creo. Benjamín es convincente, no un producto de la convicción. Ha tenido realmente que convencerme de que me gusta. Y aun así no creo que haya sido en el ámbito del gusto donde ha conseguido entrar.
La mayor de las Ringuelet me hizo esperar un rato, mientras la menor, el poli bueno, y siempre menos ocupada, salía al vestíbulo a darme conversación. Por lo visto su novio, todo un entendido, es una especie de fan de Las Preocupaciones y asegura que son lo mejor de «la escena indie de la ciudad». Le pregunté si su novio era periodista, pero su respuesta en ese momento fue que sabía que el disco estaba al caer, que era esperadísimo y que ya tenían imitadores. Empiezo a acostumbrarme a estas muestras de solidaridad con que, desde que se hizo público el affaire, me obsequia alguna gente, para la cual el silencio sería sospechoso, más en todo caso que la «naturalidad». Su manera de hacerme ver que soy la comidilla del gremio se sustenta en la asunción de que en casos así la discreción sería hipócrita y, dando a entender claramente que hablan de mí, esperan que deduzca que no hablan mal. Además de una ocasión para manifestar que son liberales o muy vividos, a veces creo detectar destellos de verdadera curiosidad —por mí, quiero decir, no por sí mismos—, y a veces incluso, como en la Ringuelet menor, cierto deseo simpático de estar a la altura.
—¿Cómo es? —se decidió a preguntar al fin.
—¿Cómo es qué?
—Bueno…, ¿qué se siente?
—Pues… —vacilé— algo nuevo, imagino. ¿Cómo es el tuyo?
—¿El mío? —Con cierta decepción—. No se puede comparar: un cuarentón, veterano de la prensa musical en Argentina, e intentando abrirse un hueco aquí. En la práctica, un mileurista.
—Eso ya es algo.
—Perdona, ¡es muchísimo! —Las dos nos pusimos a reír—. En serio, no sabes la envidia que me das.
El timbre del móvil vino a interrumpir la euforia. Era Lucas, ni siquiera mileurista, que apenas sobrevivirá a la fecha de vencimiento de su contrato temporal. Su amor a la iniciativa tiene agotada a toda la oficina. Y no, me da igual que hayan vuelto los ochenta, no vamos a hacer las memorias del stripper de Chippendale’s.
—Es un chico fenomenal —reconocí, en cuanto me deshice de Lucas. De pronto estaba encantada de fomentar la envidia.
—Lo sé, lo he visto. ¡Lo he visto! —repitió—. Mi novio me lo enseñó.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Una de esas noches en que me veo obligada, si quiero verlo, a acompañarlo a los conciertos. Estaba entre el público y me lo señaló. El chico está muy bien, pero… no lo oí cantar. ¿Qué tal el grupo?
—Ha llegado a gustarme.
—Cómo no —sonrió—. Va incluido en el lote, ¿no?
Cuando salió su hermana y despidió a sus ocupaciones —un par de pulcros cachorros de una editorial de business-management—, estábamos las dos muy entretenidas con jovialidades, y yo, de hecho, mezclando peligrosamente los negocios con el placer. Oportunamente la sonrisa siempre adusta y el peinado senatorial de la mayor de las Ringuelet fueron un tajante recordatorio de nuestras obligaciones. Otro recordatorio, más inesperado, me esperaba al entrar en su bonito despacho con vistas a la calle. A contraluz, de espaldas al balcón, había un hombre al que posiblemente llevara diez años sin ver.
—Os conocéis, ¿verdad? —dijo la Ringuelet mayor, y mirándome a mí—: Ahora Carlos trabaja con nosotras. Estamos encantadas con él.
—Me alegro de verte. —Carlos me tendió la mano—. ¡Cuánto tiempo!
—¿Dónde has estado todos estos años?
Hizo un gesto complicado con los brazos y la boca antes de responder:
—He vuelto.
Esto no era una respuesta o, definitivamente, lo era. Carlos trabajó en la editorial una temporada. Era amigo de Ramón, creo que de la universidad, y le ayudaba en la contabilidad. Un día apareció de pronto y Ramón me dijo que había que ayudarle; estuvo un par de años con nosotros y luego, hace diez, desapareció. Veo ahora que su talento para la reaparición es característico. Era desaliñado, torpe, oscuro, insociable; Ramón decía que, pese a todo, le ayudaba y que no fuera dura con él. Esa mañana seguía llevando las uñas largas y sucias. De pronto tuve unas ganas enormes de salir de ahí.
La Ringuelet mayor no se ahorró los preámbulos, que yo intenté aprovechar para sobreponerme a ese repentino retorno del pasado. No lo esperaba, ya lo he dicho, y en esos momentos de adaptación no esperar algo se parecía mucho a no desearlo. También en esos momentos —y digo bien, porque fue ahí, en el despacho de las Ringuelet, a eso de mediodía— un recuerdo recuperado de no sé dónde, activado por una fuerza casi diabólica, se empeñó en distraer mi atención. Veía a Carlos quitándose los zapatos, sacudiéndolos con fuerza contra la moqueta gris de la antigua oficina, dejando en ella un depósito de gravilla y tierra. Veía las plantas de sus pies, la malla polvorienta y descolorida de sus calcetines ejecutivo. Lo vi esa mañana, insisto: esto no es una mezcla engañosa de tiempos para hacerme la visionaria. Pero el caso es que, ahora que lo escribo, lo veo de nuevo. Es una imagen muy desagradable, que corresponde a un solo momento, a un solo día… o al menos no recuerdo que hiciera esas cosas a menudo en la oficina. Llevaba más de diez años oculta y, sin embargo, ahora algo la ha desenterrado.
Mientras yo luchaba aún contra este caos, la mayor de las Ringuelet entró en materia y se puso a enunciar, como si no lo estuviera leyendo en un papel que tenía delante, los valores de la nueva novela del autor de Curry y un piano de juguete. Estaba también ambientada en la Segunda Guerra Mundial, aunque esta vez el holocausto quedaba a un lado, a un lado concretamente de las islas británicas en el que una joven prófuga judía y un teniente escocés con neurosis de guerra coincidían en la mansión de un lord —no sé cuántos Hall— bombardeada por la Luftwaffe. Ahí su problemática relación es observada y descrita por el hijo de la cocinera. Esta historia de amor y bombas vista a través de una mirada inocente tiene también una trama de secretos de familia —imagino que la del lord— y un sorprendente final. Es «misteriosa, intensa, poética» y supone «la confirmación de un escritor imaginativo y audaz».
—Yo particularmente —dijo— estoy deseando leerla. Pronto tendremos galeradas.
Esto era una forma de expresar que quería ganar tiempo y que, si debía sacrificarlo, habría que pagárselo.
—Creo que me hago una idea. Me gustaría hacer una oferta ya.
—¿Viste? Ya te dije que podías confiar en el autor. Curry es ya un éxito en doce idiomas.
—No está yendo mal.
—Siempre has tenido mucho ojo —intervino Carlos, con su voz olvidada—. Desde el principio. Vosotras —dirigiéndose a las Ringuelet— no la conocíais entonces, pero siempre ha sido un lince.
Ser ese animal me comprometía mucho en la presente coyuntura. Aumentaba el precio de lo que yo quería conseguir barato.
—También compro cosas que luego no funcionan. —He aquí una alusión nada impenetrable a algunas cosas compradas a las Ringuelet—. Este oficio es así, y los verdaderos best sellers son inesperados.
—Algunos conocen la receta —observó Carlos, decididamente del otro lado.
—De Curry llevas ya cuatro ediciones —secundó la Ringuelet mayor, como aportando pruebas.
—Ya sabes cómo somos los editores. Hacemos tiradas mezquinas y ponemos fajas generosas.
—¿Cuántos lleváis vendidos?
—Unos nueve mil —mentí, y aún mentí más—, pero creo que el público de este libro ya está hecho. Curry es la típica novela de diez mil ejemplares. Me sorprendería vender más.
—Habrá que hacer caso a las previsiones de un lince —dijo Carlos, con fastidioso doble sentido.
—Dejémoslo en la previsión del realismo —repliqué.
En este momento la Ringuelet menor me miró de un modo extraño, y ahora pienso que quizá se estaría preguntando seriamente si el realismo dictaba las decisiones de mi vida. No sé si en relación con esta duda o porque era la consigna del día, dijo:
—Pero ¿no prefieres esperar a leerla? Tendremos galeradas en quince días.
Yo no tenía interés en leer nada y mucho menos en que llegaran galeradas que otros pudieran leer.
—¿Para qué esperar? Me decidí por la primera y ahora quiero la segunda. ¿No hay un poco de deferencia —me puse un poco cómica— para la editora que apostó por la primera novela de un desconocido?
—Curry llegó muy avalada —recordó la Ringuelet mayor, inmune a las triquiñuelas—. Ya sabes qué impacto tuvo en Estados Unidos.
—¡Ah, Estados Unidos! ¿Cuántas novelas compradas con ese aval duermen en los almacenes, esperando turno en la máquina trituradora? ¿No os compré El tren de la banda blanca con ese aval?
No estaba tan indignada como parece ahora al escribirlo. Se trata tan solo de sentar posiciones, nunca de argumentar, ni siquiera de convencer. Todos intentamos parecer convincentes, pero solo porque un mínimo instinto de decencia social nos impide mostrarnos como brutos invasores ávidos de tomar una plaza. Las decisiones —la de invadir y la de defender— están tomadas: proceden de la fuerza y solo se moverán por la fuerza. La motivación, la seducción, la negociación incluso son solo la forma retórica de la fuerza, que nos permite sentirnos educados. Pero llega un momento en que el hierro —qué cursi me estoy poniendo— debe sacarse y relucir.
—La oferta es de veinte mil euros. Un cálculo realista sobre una previsión de venta de diez mil ejemplares.
La Ringuelet menor ha mirado a su hermana y esta se ha complacido, como tenía pensado, en alargarlo.
—Escríbenos un e-mail con la oferta y la pasaremos a Estados Unidos. No sé qué dirán.
—Procura que no digan mucho.
Así nos relajamos y pudimos pasar a los asuntos generales. Ya está: el procedimiento está organizado para que la exhibición del hierro sea breve, casi inconcluyente, y así termina todo. Luego hay tiempo, como si nadie hubiera amenazado, de departir amigablemente trivialidades y cortesías. De hecho, todo está rigurosa e inteligentemente dividido para que esta última parte parezca la más importante, y lo demás solo un juego. Yo manifesté interés por los nuevos catálogos, ellas quisieron interesarme por algunos jóvenes compatriotas «de perfil literario», me contaron anécdotas sobre sus clases de body pump, intercambiamos marcas de somníferos —que yo ya no tomo— y me dijeron que se tropiezan a menudo en la calle, con su aparatosa escolta, con la presidenta de la Comunidad, en boca de todos estos días, después del fiasco de las generales, por sus guerras de partido y su superioridad moral. La imagen de los calcetines de Carlos se iba emborronando, a medida que Carlos, como si fuera un personaje solo requerido para las escenas de batalla, dejaba de participar en la conversación, y parecía que, así como se había despertado, podía volver a dormirse. Las Ringuelet no daban la impresión de percatarse de este alejamiento, quizá previsto en sus funciones y quién sabe si en su currículum, que yo me pregunto aún cómo ha ido a parar a sus manos y de qué exacta manera habrán considerado que podía serles de utilidad. Sin embargo, estaba allí presente, seguramente más para mí que para ellas, asintiendo, carraspeando, sonriendo, apoyando el codo sobre la mesa y la cabeza sobre él con expresión de aburrimiento —he recordado el gesto—, y, juraría, una mancha en la punta de la corbata.
—No comprendo cómo votan ustedes por esa mujer.
Esta nueva alusión de la mayor de las Ringuelet a la infame presidenta nos envolvió, a Carlos y a mí, en una forzosa comunión de culpa. Una desearía no tener ninguna clase de vínculo con determinadas personas, pero siempre hay alguien que los encuentra. La expresión de protesta que ambos adoptamos era la misma, y no la mejoró oír decir a nuestra admonitora, tal vez con un pasado revolucionario, que incluso quienes no votaban a Esperanza la consentían.
He llamado a este tipo de cháchara «trivialidades». A veces tengo que esforzarme para entender que lo son.
Cuando me despedía, Carlos salió conmigo al rellano y las Ringuelet nos dejaron a solas, guiadas por un inconveniente sentido de la discreción.
—No sabes cuánto me he alegrado de verte, y de saber que tendré ocasión de verte más. Sigues en plena forma —me dijo.
Yo no podía decir lo mismo de él. Él nunca ha estado, que yo sepa, «en plena forma».
—Bueno, yo realmente no me he movido de donde estaba. ¿Dónde has estado tú?
—¡Perdido! —Lo dijo con una sonrisa histriónica, pero no como si su paradero hubiera sido un sitio muy ameno—. Supongo que algún día podremos hablar.
—Claro —dije yo sin convicción. ¿Por qué hablar ahora si nunca habíamos hablado?
—Me han dicho que tienes planes de boda, ¿es cierto?
—Más o menos. —Esta respuesta era mucho más exacta de lo que habría querido, pero sin duda requería algunas aclaraciones. Por suerte no me las pidió.
—Me alegro de veras. Espero que seas muy feliz.
Aproveché estos buenos deseos para empezar a bajar las escaleras. Le di las gracias y me despedí con un «ya nos veremos » que me temo que anuncia resignados reencuentros con su alegría.
Al salir a la calle lo primero que hice fue llamar a Benjamín. Estaba ocupado en ese momento y tuve que colgar. No sabía bien qué dirección tomar porque no tenía ganas de ir a la editorial y, mientras dudaba delante de una agencia de viajes de trekking-aventura, vi pasar no a la presidenta con su escolta, pero sí a su acólito Sánchez Dragó. Desde luego las Ringuelet han ido a caer en un círculo dantesco, no me extraña que estén asustadas. Pensé en llamar a Estrella para que les escribiera un e-mail con la oferta, aunque recapacité y me dije que no convenía ponerse impaciente. Pero no era realmente impaciencia, sino que me daba miedo olvidarme. A lo mejor llegaba por la tarde a la editorial y ni me acordaba de decirle a Estrella que pasara la oferta. En estos días me olvido tanto de las cosas importantes como de las que no lo son. En la esquina del convento de San Plácido sonó el móvil. Era Benjamín. Antes estaba con unos coreanos «muy pesados» y «difíciles de entender», pero finalmente había conseguido averiguar qué querían y ahora tenía que acompañarlos al museo Picasso; me quería, me echaba de menos; que no me olvidara de con quién tenía que ir a comer. Esto me hizo pensar en el minimal gris y en que definitivamente tenía que ir a casa a cambiarme. Sin embargo, este pensamiento, aunque firme, era secundario: había otros por encima de él. Oía varias voces al mismo tiempo y la más reciente —la que había dicho «que seas muy feliz»— parecía tronar.