The Masks of Nothingness
Apenas terminé de traducir el primer párrafo de The Masks of Nothingness, por encargo de Sudamericana, sentí que había escrito algo ya conocido por mí. No pude continuar con el segundo párrafo: la sensación no me abandonaba. Salí del estudio y me fui a caminar por el parque, a extraviarme en mis divagaciones. Lo hice muy bien; cuarenta y cinco minutos después arribó la respuesta: el primer párrafo de la novela, en inglés, era el mismo que iniciaba, en castellano, una novela mía escrita doce años atrás, cuando aún respiraba en mí el sueño de convertirme en escritor, cuando aún no había conocido la periferia que acoge a todo traductor. Volví a casa, hurgué entre papeles, desempolvé mi manuscrito; jamás había intentado publicarlo: no me parecía malo pero tampoco era una obra maestra. ¿Para qué, había pensado en ese entonces, añadir mediocridad a un mundo que se las arreglaba muy bien para ello sin mi ayuda?
Yendo de la novela al manuscrito y retornando a la novela, terminé de leer ambas obras en cuatro horas mientras progresaban, a la vez, la impotencia y la certeza de haber superado los límites que en mí creí tenía la sorpresa. Ambas novelas eran la misma novela en castellano e inglés, salvo por obvias diferencias de sentido debidas a las particularidades de ambos idiomas. Se lo conté a Claudia; lo único que hice fue sumarla a mi perplejidad.
Al día siguiente pregunté en la editorial por datos del autor. Se llamaba Stephen Prince y era la última revelación de la literatura norteamericana, vivía en New Orleans y esta era su primera novela, elegida por el New York Times como una de las quince mejores obras publicadas en 1988. ¿Qué hacer? ¿Acusarlo de plagio? Imposible: él no había podido leer mi novela. Decidí ir a New Orleans a conocerlo, a enfrentarlo, a añadir más personas a mi perplejidad.
Viajé ese mismo fin de semana; arribé a New Orleans el lunes al mediodía. Bajo un sol violento, le indiqué la dirección a un taxista que me recordó a Charlie Parker en la versión de Clint Eastwood. En el camino, mientras la radio dejaba escapar la voz envolvente de Ella Fitzgerald, pensaba en qué diría y en cómo lo diría. Aún no había encontrado las palabras adecuadas cuando el taxista me dijo que habíamos llegado. Pagué y descendí con mi único equipaje, un pequeño bolsón de mano.
Toqué el timbre. Menos de un minuto después me abrió una mujer. Era Claudia, era mi esposa, era ella.
—Claudia… —dije, en un balbuceo.
Ella, evidentemente, no me conocía. Me preguntó qué o a quién buscaba. Repuesto de la sorpresa, pensando que todo se debía a una travesura de mi imaginación, le dije que era el traductor al español de la novela de Stephen Prince, y que quería hablar con él acerca de algunos problemas que había encontrado en la traducción. Me hizo pasar, aliviada al enterarse de que yo no era un periodista más, y me condujo al living; me pidió que esperara un momento, que lo iría a llamar.
Por las amplias ventanas del living vi a dos niños jugando en el jardín. Eran mis hijos. Rosario se balanceaba en el columpio impulsada por Martín. Él me miró, agitó la mano en un saludo espontáneo, y retornó al juego con su hermana. Permanecí inmóvil, mordiéndome el labio inferior, incapaz de apartar de ellos mi mirada.
Cuando escuché pasos en la escalera, pasos muy conocidos por mí, sentí miedo. Huí de la casa. Esa tarde partí de New Orleans.
No he vuelto a abrir un libro.