Asesinato en la calle Junín
Huele a veneno, sí, es un poco fuerte, es para las hormigas. Hay que matarlas, son pesadas, son una plaga, andan sin sentido por este mundo. Pero no tienes que preocuparte, enseguida te acostumbras. Bueno, y qué quieres saber. ¿No eres muy joven? Esperaba a alguien mayor.
Sí, llegamos aquí hace un par de meses, a primeros de junio más o menos. Ernesto dijo que el invierno de Buenos Aires le iba a inspirar para escribir, y además en esta ocasión un amigo nos había dejado este piso en la calle Junín. Nunca habíamos estado tanto tiempo, visitábamos a mis padres en Rosario unos días y luego pasábamos algunos otros en la capital, antes de regresar a España. Pero esta vez era diferente, claro, después del premio y el enorme éxito de su primera novela él se había propuesto continuar la saga, ya ves.
Cómo explicarlo, me duele la garganta todavía, sí, pero puedo hablar, no te preocupes. A ver, realmente Ernesto era un poco torpe, algo inútil, vaya. Por ejemplo el primer día que llegamos. Ahí estábamos en el pasillo y con las maletas en la puerta. Media hora estuvo dándole vueltas a las llaves en las cerraduras. No acertaba cuál era cuál. Y había tres cerraduras, tres llaves, y ninguna encajaba. Yo le dije, dirigiéndome a su espalda, porque ni siquiera se dignó volverse para mirarme: «Ernesto, mira que no puede ser tan complicado». Pero él a lo suyo, sin responderme. La luz del pasillo se apagaba cada pocos minutos y entonces me decía: «Enciende la luz». Esas eran sus únicas palabras. ¿Puedes creerlo? Acabábamos de aterrizar de un penoso viaje de doce horas y lo único que hacía era darme la espalda y dictar órdenes. Yo también tengo dos manos, ¿no crees?, podría haberme pedido ayuda. Pero así era él. Te cuento esto para que te hagas una idea.
No voy a recordar justo ahora sus peores momentos, Dios me libre, pero en esta misma cocina, sentados a esta misma mesa, he soportado tanto… Yo llegaba por las mañanas aquí y el panorama era: los periódicos del día desplegados, el portátil abierto, el ipad encendido, las dos o tres libretas ahí dispuestas, los bolígrafos agrupados, los recortes de prensa de días anteriores. Entiéndeme. A mí no me molestaba la abundancia de cosas en sí. Era la apariencia de ir hacia a algún sitio. Era la tranquilidad con la que las cosas fingen su utilidad en el mundo. No sé si me explico. Las libretas reposaban una encima de otra, los recortes esperaban a ser pegados pulcramente con una gota de pegamento entre sus páginas, él con sus gafas puestas y concentrado en sus cosas, el móvil sobre la cartera y ambos junto al estuche de las gafas. Había café hecho y cruasanes recién comprados. También una taza limpia me esperaba dispuesta para mí en un hueco de aquella abarrotada mesa. ¿Cómo puede una recibir la mañana así? Yo miraba por la ventana, los vecinos que despertaban y andaban de un lado para otro haciendo sus recados, el viento en las ramas de los árboles, a veces la lluvia, el transcurrir de las cosas, en fin, el movimiento. El movimiento exterior añadido al movimiento de él aquí adentro. No me interpretes mal. Yo a Ernesto le quiero mucho. Podría estarle mirando durante horas. De hecho lo hago.
Por supuesto que habitualmente no me quedaba sentada frente a él toda la mañana. Después de desayunar y de arreglarme yo también me ocupaba de mis asuntos. Porque a Ernesto yo nunca le he molestado durante sus horas de concentración. Me he reído a veces, sí, de gestos que hace sin darse cuenta, o cuando habla en voz alta consigo mismo, o también cuando se escuchaba por el patio la música de Maná y yo le decía pero cómo puedes concentrarte con eso, o estás sordo o estás loco, y él ni caso. Pero molestarle, no, nunca. Me iba a la otra punta de la casa, al dormitorio que da a la calle, porque a mí siempre me ha gustado trabajar en la cama; y allí, bolígrafo en mano, podía pasar horas y horas sin darme apenas cuenta. Utilizaba el cuaderno que él me había regalado. Bueno, antes del viaje me había regalado varios, en realidad dos pares de libretas Moleskine. Un par era en tonos rosa —más claro y más oscuro— y el otro en azul. No sé si lo sabes pero en invierno no hay moscas. Lo digo porque cazar moscas fue una actividad importante para mí durante gran parte de mi infancia, cuando me aburría tanto. Después, ya de mayor, dejé de hacerlo, obviamente. La técnica es sencilla: una palmada rápida y certera con las manos ahuecadas para atraparlas vivas, después apretar lo justo con un suave giro de las palmas para matarlas sin espachurrarlas del todo. Todavía a veces lo hago, de vez en cuando, aunque, claro, no las meto ya en cajas de cerillas para regalárselas a la gente. Eso es infantil. No sé por qué te estoy contando esto. Yo también soy un poco artista, aunque te parezca mentira, y se me va la cabeza, la tengo llena de creatividad, no puedo parar de crear. Con tantas cosas que hacer, me tengo que organizar: por las mañanas tengo mis libretas, por las tardes mi máquina de ajedrez electrónica. Si quieres que te sea sincera, a mí me parece que soy un poco más artista que Ernesto. A mí méteme en una habitación llena de gente y sé decirte solo con observarlos quién y cómo es cada cual. En eso tengo como un sexto sentido. Ernesto, trabajador es, pero a la hora de entender el mundo psicológico está más limitado. Será porque yo tengo familia argentina, eso no lo sé, no me preguntes, pero que es así, eso seguro.
Ernest —te confieso que yo a veces le llamo Ernest para hacerle rabiar, por Heminway, sabes, pero a él no le hace ninguna gracia, dice que no le ve el chiste—, pues Ernest se quejaba a menudo: «Adela, estoy dándole vueltas a cómo puede asesinar uno de mis personajes al otro y no veo la manera. Salgo a tomar el aire».
Ya ves, no encontraba la manera. Si me hubiera preguntado a mí, con eso que te digo de mi psicología…, pero nada, no quería preguntarme nada y no sabía cómo matarlos. Pues peor para él, que tenía que salir a tomar el aire entonces. Bueno, el aire, en realidad se iba a tomar unas copas. Bien lo sé yo, que le he seguido sin querer más de una vez. Se sentaba en el café de La Biela, absorto en sus cosas, venga a pensar planes para matar gente. Algo insano, ¿no te parece? En otras ocasiones se metía en el cementerio de La Recoleta y le veía pasear entre las tumbas mientras me decía a mí misma «este hombre no puede estar bien de la cabeza». A veces yo volvía con los zapatos llenos de barro, de caminar entre las tumbas, claro, y no me daba cuenta. Él me preguntaba entonces dónde había ido y yo decía que a ningún sitio. Pero él miraba mis mocasines y aunque debía de saber que le mentía, callaba. Bueno, estas son las cosas de las parejas.
Hombre, no era agradable acostarse con un señor que cogía la libreta por las noches y sabías que lo que estaba anotando eran diferentes maneras de asesinar a alguien. Llámame atrevida, pero ahí estaba yo, tumbada a su lado, escuchando el tictac del reloj sobre mi mesilla. La verdad es que tengo mucha sangre fría, porque es bien cierto que la mirada de Ernest puede helarte el corazón. Por ejemplo podía pasarse tardes enteras recorriendo las librerías de la calle Corrientes. Yo le acompañaba para no dejarle solo tanto tiempo, va conmigo ser así, no puedo evitarlo. Pues como te digo él era bastante pesado mirando libros, y yo enseguida me aburría, la verdad, así que me quedaba en una esquina observándole de lejos: su forma de pasar las hojas, el movimiento de sus ojos sobre las portadas, la manera de inclinarse, el reflejo de sus gafas… Al rato él, como si se diera cuenta de que estaba siendo observado, salía de su ensimismamiento y me buscaba con los ojos por todo el recinto. Cuando al fin su mirada se topaba con la mía, en la otra punta, me levantaba las cejas como en un gélido saludo de circunstancias. Qué quieres que te diga. A mí eso me dolía. Yo entiendo que él estuviera nervioso, que Maná sonando en el patio todas las mañanas no le dejaba concentrarse y le volvía loco. Pero mirarme a mí así, por qué.
¿Cómo? Sí, sí, la visita de los Roux, ahora voy a ello, pero la verdad es que eso no fue más que una anécdota. No sé qué importancia pueda tener. Hice unas empanaditas de carne, preparé la mesa, me arreglé un poco. Por ejemplo yo siempre llevo faldas largas de tweed y mocasines, un look Agatha Christie que me gusta, he de reconocerlo, porque considero que va muy bien con mi personalidad. Pues esa noche me puse un vestido camisero de flores y en lugar de los leotardos me enfundé unas medias, bien tupidas, eso sí, pero comprobé con disgusto que aun así eran visibles los pelos aplastados por debajo. ¿Que olía a veneno para hormigas?, ¿quién dijo eso, el Señor Roux? Pues no puedo decir que no, es posible, pero en el salón en cualquier caso yo puse velas aromáticas. Música no, porque de alguna manera mide el tiempo y entonces la noche no se acaba nunca. A mí eso me incomoda.
Me llevó toda la tarde prepararlo y ya ves para qué, para que después Ernesto se pusiera tan pesado. Una cosa es que te pregunten qué estás escribiendo y otra es responderlo. Incluso pidió la colaboración de los Roux para que le ayudaran a resolver el dilema del asesinato de su novela. Ellos no paraban de reírse mientras soltaban con despreocupación diversas tonterías: el hueso que obstruye la tráquea, decía ella masticando a dos carrillos; el resbalón en la ducha previamente untada con acondicionador de pelo, se carcajeaba él. Y venga los tres a beber vino como si lo estuvieran pasando estupendamente. Pero yo sabía que estaban un poco molestos. Me miraban, y yo podía ver en sus ojos ese desasosiego. No me preguntes por qué, yo veo esas cosas. Nos estábamos muriendo todos sin remedio, y había tan poco que hacer mientras tanto… Cómo no me iba a dar cuenta yo, que tengo esa sensibilidad. De manera que no tuve más opción que tomar cartas en el asunto. Me puse en pie, fui al dormitorio y regresé con mis dos libretas Moleskine terminadas. Las puse sobre la mesa.
—Este es mi trabajo —dije.
La Señora Roux me sonrió después de una ronda de miradas al resto de los presentes. Yo sabía que les iba a gustar, y por modestia me levanté para llevar a la cocina no sé qué platos y traer otros, evitándoles así la incomodidad de los halagos inmediatos.
—No son necesarios platos nuevos, Adela —observó, hiriéndome no sé si con intención o no, Ernesto.
—Está bien, no importa, para quien los quiera —contesté de manera absurda, porque me había puesto nerviosa, era lógico.
¿Cómo que faltan muchas piezas en el ajedrez? Pero de qué me hablas ahora. Qué importancia puede tener, yo juego a ciegas, me las imagino. Qué más da, si se trata de matar las horas, las moscas, el tiempo, quiero decir, no me vuelvas loca, querida. Sí, estos son mis cuadernos, los que les enseñé a los Roux y los que vio Ernesto aquella noche. Mira bien, lo hago sin regla. Mira al final qué juntitas están ya las rayas. Se va mejorando con la práctica, claro, eso es algo que sabemos los que nos dedicamos al arte. Si te das cuenta en la última libreta los cuadraditos son ya milimétricos, y todos iguales. Un día detrás de otro, una hora detrás de otra, un minuto, un segundo, rayita a rayita, horizontales y verticales, la tinta de bolígrafo llena toda la página sin sentido, punto a punto, eso es la vida.
Bueno, ¿ves?, por eso no entiendo por qué después de mirarlos los Roux pusieron cara de terror y empezaron a comportarse de aquella forma. Que mejor se iban, decían, pero el caso es que se quedaban; y se revolvían en la silla pero no se levantaban de ella; y había aburrimiento y había miedo, iban al vino y volvían de él como moscas zumbando sin sentido atraídas por el azúcar. Ernesto se sirvió en el nuevo plato otra tanda de mis empanaditas de carne. Yo no dejaba de pensar qué tontería no haberme puesto mi falda Agatha Christie, para una vez que de verdad al fin parecía que pasaba algo. Algo revoloteaba en el ambiente. La Señora Roux se agitaba temblorosa como una mosca confusa y le aplasté la cara con las palmas de las manos ahuecadas, sonó fuerte y no hubo sangre como estaba previsto; después le giré un poco el cuello. Yo no lo entiendo. Las cosas pasan. Lo que no sé es lo que pasó luego.
¿Dices que Ernesto intentó estrangularme a mí? Qué barbaridad, no me digas eso. Yo he ido a verle al hospital. Tiene una indigestión y eso es todo. Aunque está fuera del tiempo, vegetal dicen, eso ha ganado. Pero qué tontería es esa del veneno. Todavía le cuesta reponerse, es normal. Yo me le quedo mirando la mayor parte del día, ya te dije que le quiero. ¿Pero tú no eres muy joven? Aunque nunca se es demasiado joven para aburrirse, querida, deberías saberlo. Oye, ¿cuánto va a durar esto?, ¿no sientes cómo pasan los minutos uno detrás de otro? ¿Escuchas que Maná sigue sonando en el patio?