Lágrima, las trillizas y un escritor multimedia
Vivía en un apartamento de diecinueve metros cuadrados y ahora habito uno de treinta y un metros entre las mismas cuatro paredes. Siempre con una cama grande desde la que, por el lado izquierdo, puedo freír el almuerzo sin levantarme y, por el diestro, puedo lavarme las manos sin despegar la cabeza de la almohada. Cuando recién me mudé aquí con mi mujer, Lágrima, jugábamos a que éramos dos náufragos en una balsa de esponjas y resortes que vagaba por mares infestados de tiburones. Marineros a la fuerza que despreciaban la televisión y ocupaban todos sus ratos libres en retozar. Mi trabajo como escritor de ficción era tan poco remunerado que, cuando supimos que Lágrima estaba embarazada, no alcanzaba el dinero para mudarnos. Hace siete años nacieron las trillizas; después vino el accidente y la terapia para recuperar, al menos, la movilidad en mis brazos y manos. Pedí un préstamo al banco.
Lágrima y yo habíamos vivido antes en un apartamento espacioso y con vistas, que había sido el regalo de bodas de su padre, al que secuestraron el día que intermediaba entre la ceremonia civil y la eclesiástica. Su automóvil se encontró abandonado en un pampón, con el guardaespaldas muerto en la maletera. Al principio se creyó en un secuestro de la guerrilla o el hampa común. No hubo extorsión ni llamada telefónica ni carta manuscrita o grabación con su voz. Luego las pistas condujeron a una calle ciega: el gobierno, a pesar de que mi suegro había sido colaborador del régimen desde el primer momento. Lágrima dijo: Nos vamos. Temía que la ajusticiaran también. Vendimos el apartamentazo y con ese dinero costeamos el viaje y compramos este estudio. Lágrima nunca pudo reclamar la herencia: hacía falta que transcurrieran cinco años para declararle muerto. El circuito de emisoras radiales pasó a la administración estatal. Para espantar el recuerdo, ruedo la silla hasta la hornilla, hiervo agua y preparo té.
El día en que nacieron las trillizas, Lágrima y yo decidimos utilizar el cheque bebé para comprar maderas con las que construir el segundo piso. Aprovechamos los techos altos. La planta inferior tiene ciento cuarenta centímetros de altura y la superior, ochenta. De esta manera la superficie pasó de diecinueve metros cuadrados construidos a treinta y uno. No se duplicó el área porque el baño mantuvo la altura original. Arriba está el dormitorio de mis hijas y el rincón de trabajo, con el ordenador y los discos duros. Poco después de terminar la reforma, sucedió el accidente.
A las trillizas les encanta dormir arriba y vivir en una casa de muñecas. Yo intento encontrar el encanto de ese techo tan cercano como el ala de un inabarcable sombrero mexicano que nunca rozará mi cabeza. Desplazo mi silla en la planta de abajo y, cuando necesito subir, por ejemplo, para despertarlas, me arrastro por las escaleras de caracol. Cumplo así con mi ejercicio diario. No pienso mudarme, aunque ahora gano buen dinero como hacedor de libros electrónicos. Mi trabajo consiste en la adaptación de las más maravillosas obras literarias al lenguaje multimedia. No escaneo libros. A mis lectores no les interesa la simple migración del papel a la tinta electrónica. Buscan cómo una gran obra literaria puede expresarse con signos evolucionados y una nueva forma de texto, que puede compararse a aquellas pelotitas de mercurio que surgían al romperse los antiguos termómetros: concisas, maleables, fragmentables, perfectas en su circularidad. Yo, confinado en mi silla, libero a la palabra escrita de su cárcel de papel. La literatura, presa y esclava de su contenedor y del mercado, fue tímida discípula de las vanguardias. Ahora potencio la fragmentación del espacio y la supresión del tiempo del cubismo, el polifacetismo del expresionismo y, del simulataneísmo, la convivencia de artes en diversos planos que son, finalmente, uno solo. Cuando me preguntan a qué me dedico, respondo: hago lo que hizo el primer transcriptor de la Ilíada, o algo semejante.
Esta mañana, desperté con el sonido de mi móvil: me alertaba que había llegado un mensaje de texto. El sms decía:
pp! atrpds n ¬ _ ¬
Me arrastré hasta el piso superior a buscar a las niñas. Su ausencia, la cama desordenada, la pantalla encendida.
El mensaje era de las trillizas. Se habían cumplido las amenazas. Liderados por el ambiguo y desproporcionado Punto-y-coma, los signos de puntuación, erradicados de mi escritura, inservibles en el ritmo casi oral que adquiere la escritura en el espacio digital, habían secuestrado a mis hijas. Desesperados por su segura extinción, se vengaban.
—¡Papá! Estamos atrapadas en la pantalla.
Era allí, en ese territorio eléctrico, infinito pero jamás preexistente al contenido, donde debía rescatarlas. Coloqué el monitor en el suelo y enterré mi cabeza dentro. Dejé de sentir el peso muerto de mi cuerpo.
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El punto de fuga nos llevó hasta el mundo de mis hijas, donde las esperaba Lágrima. En la granja, en Farmville, cada una tiene un pony. Las cuatro despiertan cada mañana con mis besos. Sus avatares resguardan sus voces, sus frases extraídas de las cintas de vídeo, sus risas. El programa de Winzenbaum ha sido perfeccionado para que hablen con lucidez a partir de las palabras grabadas y desglosadas. Nunca apago el monitor, que permanece en la segunda planta, como siempre desde que reformamos la casa, a pesar de mi invalidez. Nunca he tendido sus camas después del accidente, para qué. Tampoco abro las ventanas y nadie más que yo ha vuelto a traspasar el umbral que me separa del mundo ordinario. Este piso guarda sus olores. Lo demás permanece en el espacio digital, intacto. Como en mis escritos, el tiempo ha sido degradado en mi propia vida: ya no ordena el caos y tampoco secuencia la historia.