La manzana de Nietzsche
Is Google Making Us Stupid?
Nicholas CARR
En 1882 Friedrich Nietzsche adquirió su primera máquina de escribir. Es de suponer que la compró en la tienda de los Herederos de Moses Mendelssohn-Bartholdy, casa importadora, empresa amiga y desde hacía años la proveedora de sus utensilios de escritorio; y puesto que ellos habían traído a la ciudad los primeros modelos, juzgó prudente dejarse aconsejar. Sus dedos estaban deformados de tanto sostener la pluma y le habían dicho que se ahorraría muchísimo trabajo usando el singular invento, que su vista cansada encontraría por fin alivio. Se decantó por una bola de escribir Malling-Hansen, que le aseguraba además la precisión que sus ojos irritados ya no podían ofrecerle. Salió de la tienda contento y seguro de que en adelante proseguiría su trabajo con más comodidad, pues era abundante la filosofía que al sabio alemán le faltaba por desgranar en las páginas de sus libros. Mantener la atención fija en un folio se había convertido en algo doloroso y extenuante que le acarreaba punzantes dolores de cabeza. Hasta que compró la máquina, se había visto obligado a reducir sus horas de escritura y si no encontraba una solución habría irremediablemente de abandonar su precioso trabajo. ¿Qué haría, entonces, si dejaba de escribir? No; de ninguna manera abandonar la escritura era una opción, y por eso la llegada de la bola de Malling-Hansen lo rescató del desastre. Al menos al principio.
Instruido por un agente de la casa Mendelssohn-Bartholdy, Nietzsche se adiestró en el uso de su nuevo juguete de escritura, y tal fue su maestría que supo que pronto podría entregarse a la plasmación de sus reflexiones con los ojos cerrados, dejando que fueran sus dedos los que cincelaran el papel. Los pensamientos fluirían de nuevo y ya no saldrían por la punta de la pluma sino que se deslizarían hasta las yemas de sus dedos y desde allí percutirían las teclas que grababan las letras sobre el papel. Las palabras serían cadenas de pensamientos; las frases, artefactos que crearían nuevos sistemas; los párrafos establecerían galaxias de reflexiones: así nacería el universo de Friedrich Nietzsche, oscuro, enrevesado, total.
Lo primero que trató de escribir, una vez que el agente de la Mendelssohn-Bartholdy lo hubo dejado a solas con su instrumento, lo retuvo un largo rato. Quiso reflexionar sobre este invento, sobre las nuevas posibilidades que el saber humano inauguraba ahora que poco a poco doblegaba a la naturaleza. La máquina para escribir y la ametralladora son los símbolos del progreso de la humanidad, comenzó, pero pronto se dio cuenta de que no tenía nada más que decir al respecto. Tan solo esa frase. Sentía que dentro bullían las ideas, desesperadas por convertirse en palabras. Sin embargo, todas ellas, en su bola de escribir, se reducían a esa frase. «Tal vez —pensó— este cacharro también sirva para resumir lo que hemos venido diciendo en cientos de páginas durante tantos años: ¡Muera la retórica!». Contrario a lo que supuso, este pensamiento no lo alarmó: ahora podría arrojar al mundo muchas más ideas. Cansado pero lleno de alborozo, se acostó abrazado a su bola de escribir con la avaricia del niño que cuida el soldadito de plomo que le han regalado.
Al día siguiente comenzó su jornada temprano. Preparó la máquina y se dispuso a contestar a su amigo Julius, violonchelista y compositor.
Querido Julius:
Te escribo con los ojos cerrados, y no porque no quiera ver el afecto que nos une, sino porque mis ojos ya no necesitan mirar el papel mientras escribo pues he encontrado un juguete que me permite hacerlo. Estoy feliz. Una bola de escribir hace por mí y por mis ojos lo que estás leyendo en este momento: serás el primero en enterarte de mis palabras, ya que yo estoy acostado y no quiero volver a ver en mi vida un papel más. Solo pensaré y luego tú, con tu precioso timbre, me leerás en voz alta cuando vaya a visitarte. ¿Cómo va la sinfonía en la que trabajas? Sigue con ella; no vayas a hacer como la zorra de la fábula, porque ya sabes que nunca hay que fiarse de los animales de los cuentos, todos creados para engañar la mente de los seres humanos. Déjate guiar por los sonidos que oigas en tu cabeza y si ves que no tienen sentido alguno, no te preocupes: ya encontrarán acomodo en el concierto universal. Nada en el cosmos que pueda ser creado tiene existencia porque sí; el solo hecho de ocupar un espacio entre nosotros le da un sentido. No olvides que este enfermizo amigo tuyo está dispuesto a colaborar contigo, así que no seas tacaño y mándame al menos el primer movimiento para saber qué se cuece en la cabeza de mi admirado compositor. Cuida de los tuyos y recibe mi abrazo fraternal.
Con amor,
F.
El resto de la jornada continuó contestando cartas; incluso las que tenían meses de retraso, las que se acumulaban en el escritorio esperando una respuesta que voluntariamente dilataba pues ameritaban de él horas de agotadora reflexión. Con la máquina esto ya no era necesario: bastaba colocar el papel a tiro de la bola de escribir para que las palabras brotaran de sus dedos como si se tratara de la sangre que fluye por las venas. Así transcurrieron los días; las mujeres de la casa agradecieron la llegada del milagroso chisme que había suavizado el humor del irascible escritor. En menos de dos semanas un nuevo libro estaba arribando a su final: «¡Pero qué maravilla es este invento!», le decía a todo el que quisiera escucharlo.
La máquina, además, también produjo un sutil efecto en el trabajo de Nietzsche. A los pocos meses de intercambiar saludos y reflexiones, recibió esta carta de su amigo Julius:
Querido Friedrich:
Sabes la alegría que me proporcionas al escribirme todos los días, y sé que lo haces para generar en mí la amplitud de ánimo necesaria para terminar esta sinfonía que no me deja en paz; la amplitud de ánimo que caracteriza tu obra. Y a ti. En nombre de esa misma alma grande me atrevo a compartir contigo mis pensamientos. ¿No te parece, querido amigo, que tu estilo ha cambiado en estas últimas cartas? Y si lo has notado, tal vez me podrás decir a qué se debe esto y si es que has encontrado una nueva manera de hacer prosa que no quieres compartir con tus amigos. Antes, tus cartas solían ser tersas piezas que acariciaban los ojos del que leía; ahora se han vuelto más estrictas y creo estar leyendo un telegrama lleno de hermosas palabras, eso sí, pero dispuesto a entregar su mensaje, y nada más. Desde luego, tus ideas continúan allí, vigorosas, pero da la impresión de que se han despojado de una pesada vestimenta y ofrecen su pecho al aire vivificante del campo. He llegado a pensar que la bola de escribir que te has regalado te ha iniciado en un nuevo idioma y has abandonado el uso del alemán; en mi caso, tanto el pensamiento como el lenguaje musical dependen de la pluma y el papel sobre el que escriba, y te aseguro que los poseo de muy mala calidad, razón por la cual mi prosa es tan torpe y mis melodías aburridas. Quizá esto se deba a cierto espíritu frívolo de mi parte, así que no hagas caso de tu viejo amigo y sigue explorando con tus palabras un universo que a los demás solo nos está permitido contemplar en la distancia.
Te mando la coda de un oratorio que se me ha ocurrido mientras viajaba por la costa en invierno; quiero que no seas indulgente, y no lo serás. Espérame en verano; entonces podremos decirnos estas mismas palabras acompañados de espumosa cerveza, o dejándonos seducir por el hada verde de la absenta.
Tu fiel siervo,
J.
Nietzsche, algo ofuscado, dejó la carta sobre el escritorio y se asomó por la ventana. En el patio, los niños de las criadas jugaban al escondite, a pesar de que el día era frío y el sol apenas calentaba; observó cómo uno de ellos se metía en el barril de las manzanas y con pericia se cubría la cabeza con varias frutas. Uno a uno, y luego de contar hasta cien contra la pared, el encargado de descubrir el paradero de los jugadores los iba sacando de sus madrigueras, pero no lograba encontrar al niño del barril de manzanas, que tenía a su lado. Era pequeño, silencioso y estaba muy bien cubierto por la fruta. El niño rebuscó en el granero, detrás de los caballos y entre las faldas de las cocineras. Subió a los árboles, quizá estaría camuflado entre las ramas; se asomó al pozo pero ese era un lugar demasiado peligroso para esconderse; se sentó en un montón de paja, exhausto. Escudriñó el patio en busca de un rincón que se le hubiera pasado por alto. Los demás niños lo miraban con la picardía sonriente propia del juego, y algunos otros daban voces aconsejándole al último escondido que no revelara su excelente guarida. Nietzsche sintió curiosidad por saber cómo iba a terminar el juego. A mediodía, el sol se esforzaba en calentar las cabecitas, y pronto saldrían las madres reclamando la atención de sus hijos.
Al rato de no encontrarlo, los niños comenzaron a llamarlo a gritos. Que saliera, que había ganado, que el juego se había acabado y ya era hora de comer. Empezaron a buscarlo por todos lados y no daban con él. A Nietzsche le sorprendió la resolución del niño de las manzanas para permanecer oculto, a pesar de que le aseguraban que su triunfo había sido total. El niño, no obstante, seguía sin revelar su escondite. «Quizá —pensó Nietzsche— quiere asegurarse de que nunca nadie sepa dónde se ha escondido. Quiere ese secreto para él, y nadie más». Los minutos pasaban y los niños se ponían cada vez más nerviosos. Una de las madres salió al patio y preguntó qué ocurría. Asustados ya, le explicaron lo que estaba pasando y la madre alarmada comenzó a llamar, primero con severa voz y luego con llanto, al niño desaparecido. Las otras criadas salieron y se formó un coro de alaridos que se confundían. Nietzsche seguía el espectáculo con emoción y no quiso intervenir. Sentía que traicionaría al niño si, desde arriba, gritaba y revelaba su escondite. ¿Tanto esfuerzo para nada? «No sería justo, estarían haciendo trampas porque el juego consiste en que te encuentren, no en que te delaten», pensó. Pero los minutos pasaban y el niño no cejaba en su empeño de permanecer escondido. Una sombra de duda pasó por la frente del filósofo, ¿cuánto tiempo puede un niño pequeño soportar el peso de las manzanas?; pero se mantuvo firme: no hablaría. Así no se traiciona a un compañero, aunque su vida corra peligro.
Excitado, cogió su bola de Malling-Hansen y cerró los ojos:
Tienes razón, Julius, los utensilios que utilizamos para escribir forman parte de nuestros pensamientos. Bajo el imperio de esta maldita máquina mi prosa ha cambiado, y ahora no escribo argumentos sino aforismos, ahora no pienso sino que juego con las palabras, las escondo y no quiero decir dónde están; quiero ese secreto para mí, y nadie más. Me he librado del estorbo de la retórica y prefiero escribir como si se tratara de un telegrama. Ese nuevo idioma del que hablas no lo he inventado yo; escribo un nuevo alemán. Me ha sido dado porque he estado sumergido en el limo de las palabras y ahora resurjo, nuevo, absoluto, dominante: soy el rey de mi creación y, hasta que no me asome, nadie sabrá dónde estoy. ¿Sabes? A veces vale más un escondite largo en el laberinto de los pensamientos que una rendición fácil al gobierno de las figuras retóricas. Allá tú si sigues siendo esclavo de los pentagramas.
—¡Aquí está! —gritó uno de los niños, volcando el barril y dejando que las manzanas rodaran por el patio.
Magullado por la presión de la fruta, el niño salió inconsciente, morado y oliendo a podrido. Lo colocaron en el suelo mientras la madre sollozaba sin consuelo y trataron de reanimarlo. Sin esfuerzo, el niño abrió los ojos y sonrió triunfante.
—¡Siempre estaré escondido, nadie me ve! —gritó, y reventó en una carcajada.
Las ovaciones fueron disminuyendo cuando los niños entraron en casa. El patio quedó solitario; Nietzsche, decepcionado, cogió la máquina y tipeó con avidez su primer poema:
La bola de escribir es como yo:
Hecha de hierro pero maleable en los viajes.
Se necesitan mucha paciencia y tacto
Y unos dedos finos para usarnos.
Era la mañana del 16 de febrero de 1882.
Miró por la ventana y regresaron a él la ira y una gran desolación, como si ahora su cabeza se hubiera vaciado de ideas. «Hasta los niños traicionan a los filósofos», pensó mientras se mesaba con ira el bigote, ya irremediablemente hirsuto. Furioso, lanzó por la ventana la bola de escribir Malling-Hansen y esta rodó por el suelo como una manzana de palabras podridas.