Carta al director
Señor director de esta revista:
Ernesto Brunes Salazar, cincuenta y cinco años recién cumplidos, de profesión vendedor, destinado a la entreplanta de El Palacio de los Espejos de Madrid, ha decidido suicidarse cuando yo finalice esta carta. Me pide que haga pública su decisión, que añada que se halla en pleno uso de sus facultades, etcétera, y que advierta que nadie debe sentirse responsable de su pobre muerte, menos que nadie el vasto ejército de mujeres de diversa edad y condición que lo aman o lo han amado, y entre las que tengo a bien incluirme. Las razones que invoca para dar este paso son muy particulares. Nosotras somos tan inocentes como el papel sobre el que escribo.
Dicho esto, aprovecho la ocasión para resolver algunos enigmas sobre el futuro fallecido (léase «inmediato fallecido», ya que «futuros fallecidos» somos todos). Nadie sabe, nadie ha sabido nunca que a Ernesto Brunes lo aman con descocada locura setenta y seis mujeres. Adolescentes de pubertad flamante, maduritas requemadas por los cumpleaños, niñas recién horneadas o expertas en sábanas y sentimientos, todas hemos dedicado a Ernesto Brunes nuestra inútil pasión, los mejores y peores instantes de esta breve o prolongada existencia. ¿Y qué decir de nuestro origen sino que resulta tan variopinto como la edad? Antiguas condesas zaristas, patinadoras del hielo olímpico, blanquinegras actrices de los años veinte, esclavas de taparrabos de plata, agentes de potencias extranjeras, empresarias de pestañas ariscas, violinistas de filarmónicas alemanas, bailarinas de siluetas plastificadas, brujas centroeuropeas, pero sobre todo amas de casa como yo, porque en este aspecto —qué se le va a hacer— Ernesto no se diferencia del resto de los hombres, y después de sus exóticos devaneos con damas inclasificables gusta de regresar al amor de la casa y del ama de casa.
—¿O me equivoco? —le pregunto ahora, desafiante (y redacto mi pregunta). Porque Ernesto está aquí, junto a mí, mientras escribo.
—No te equivocas —responde.
Tampoco ocultaré que nuestra devoción ha sido unánime. Una flor es flor porque tiene pétalos; nosotras tenemos el amor de Ernesto. Pero los colores y formas varían: nunca hemos expresado de igual manera nuestra pasión ni la hemos mantenido constante todo el tiempo, aunque la hemos sufrido con similar intensidad. Y quien imagine contradicción, advierta que una primavera es diferente de otra, aunque en todas relumbre el sol y la hierba crezca.
—Muy poética estás hoy, Mariana —me dice.
—Culpa tuya será —replico.
Debo advertir que mi lirismo no es nuevo, ni mucho menos: en demasiadas ocasiones hemos derramado sobre nuestro hombre copiosas exageraciones amorosas que ahora, en este momento postrero, al interesado le interesa eliminar. Ernesto es de los que rebañan el plato: quiere matarse, sí, pero del todo; no soporta la posibilidad de dejar alguna maula en el recuerdo.
Mi nombre es Mariana. Yo he sido, con mucho, la mujer en quien más ha confiado. Conmigo ha encontrado, según creo, una verdadera compañera de diálogos secretos y no solo una anatomía y unos ojos felinos. Hablar de mi vida fuera de Ernesto no tiene sentido, así que hablaré de mí al hablar de él. Nos conocimos un día insignificante de febrero, hace veinticinco años. Ernesto trabajaba entonces en la tienda de disfraces de la calle Romero, y yo entré y le pedí un vestido de cortesana dieciochesca. Esa misma noche nos hicimos amantes. Después supe que, en la sorprendente lista de sus lances eróticos, mi modesta persona ocupaba el puesto cuarenta y seis, pero esto es algo a lo que me he ido acostumbrando.
Sin embargo (ha llegado el momento de decirlo), nuestro hombre no posee, ni poseyó nunca, «un hermoso pelo azabache ondulado de luminosos bucles» (sic), como yo misma escribí en su día, cuando nuestra relación comenzó, sino una triste areola de calvicie. Y su cuerpo, que una blonda poetisa llegó a comparar con un roble, «alto, fuerte, repleto de energía», se inclina desde hace años hacia la obesidad, con tendencia a descolgar el vientre. Tiene negros los ojos, no azules, ni topacios, ni mucho menos del color «de los lagos jaspeados» (cito a otra de sus inspiradas amantes), y su sonrisa no es especialmente cautivadora. En resumen: un cincuentón barrigudo con la calva tachonada de lunares y un fino repujado de arrugas labrando sus mejillas. Añádase mediana estatura, tartamudez y laconismo, y se obtendrá una criatura muy semejante a Ernesto Brunes.
—¿O me equivoco?
—No te equivocas.
Debemos decirlo de una vez: Ernesto Brunes Salazar es un individuo al que pocos espejos y mujeres halagarían. Y que conste que todo esto lo declaro con cariño. Algo bueno tiene: no odia a nadie, ni siquiera a él, que ya es decir (porque si algo odiamos con especial intensidad en esta vida, es a nosotros mismos). Y a veces, en los momentos cruciales, es capaz de ser sincero. Otro detalle peculiar que todos compartimos con Ernesto, desde las más altivas princesas hasta las más dulces y lecheras campesinas, y me refiero a todos, incluyéndole a usted, señor director de esta revista, y a todos sus lectores, es su infinita soledad.
—Porque todos estamos solos, ¿no crees, Mariana? —me decía en una ocasión—. Solos. Frente al espejo o el papel. ¡Qué soledad más increíble la nuestra! Ya sabes que yo tengo un hermano, pero apenas nos hablamos… Bueno, nos reunimos por Navidad, pero el resto del año, cada cual en su fortaleza… Y a todo el mundo le pasa igual: casados o solteros, todos estamos solos, pero hay quienes se dan cuenta y quienes no…
—Tú no estás solo —repliqué—. Tienes setenta y seis mujeres locamente enamoradas de ti…
—Ya lo sé —admitió—, pero a veces miro a mi alrededor y…
Últimamente Ernesto Brunes mira mucho a su alrededor. Creo que ha influido no poco su nuevo trabajo como dependiente de El Palacio de los Espejos, ese gran almacén de Atocha donde pueden comprarse casi todos los reflejos posibles. Podría tratarse de cierta deformación profesional: cada día, de nueve a dos, Ernesto se contempla veinte o treinta veces por segundo en la soledad de los cristales; una fiesta, una gala de Ernestos Brunes en traje y corbata que sonríen y se inclinan ante los clientes y ante sí mismos con deferente hipocresía. Quizá de ahí provenga esta depresión que ahora soporta: ya se sabe que un espejo es la propaganda ilustrada de nuestra soledad. (Me ve escribir esto último y dice que no. «No, Mariana, mi trabajo no ha influido», insiste, pero su negativa me hace pensar, precisamente, que no carezco de razón).
Lo cierto es que su ánimo ha ido de mal en peor desde que consiguió este trabajo. Una tarde, en un momento de aguda nostalgia, abrió el cajón de esa cómoda que siempre cierra con llave al salir de casa y me enseñó los cuadernos. Yo nunca los había visto, porque Ernesto dedica a cada una de nosotras una atención particular, sin mezclarnos. Había decenas, todos con un nombre de mujer escrito en la portada. Allí estaba Diana, la bailarina de striptease cuyo pelo, de color rosa bebé, posee vida propia; y Débora, la actriz de teatro, multifacetada como un diamante legendario; y Laura, la científica enloquecida, repleta de fórmulas y carcajadas; y Ángela, la maligna adolescente del parque, que carece de pulgar en su mano derecha; y Soraya, la princesa persa de estremecedoras longitudes; y Talia, la mujer-gato que habla con acento de canción de cuna; y Helen, la psicópata canadiense cuyas víctimas troceadas se reparte la prensa amarilla… Había tantas que ni siquiera pudimos acabar de leer sus nombres. Allí estaban las setenta y seis mujeres con sus historias y sus palabras, cuerpos femeninos encerrados en el cajón de Barbazul. Sorprendí un cuaderno con mi nombre, y supongo que en sus últimas páginas figurará esta carta, pero no lo hojeé: mi interés por mí misma es mucho menor del que me dedica Ernesto. ¿O me equivoco? No te equivocas.
—¿Y nunca has querido ligar de verdad? —le pregunté esa misma tarde, quizá con cierta aspereza—. Quiero decir, conocer a una mujer de verdad…
—¿Crees que hubiera podido disfrutar con una mujer real lo que he disfrutado con vosotras? —saltó, indignado—. ¿Crees que hubiera podido hacer con una mujer de carne y hueso lo que he hecho con la maga del traje de arlequín, la pintora de las burbujas o la mecanógrafa de las cavernas?
—Lo dicho: eres un individuo especial —lo califiqué.
—¡Todo el mundo hace lo mismo! —se defendió—. Lo que ocurre es que, a diferencia de mí, pocos lo escriben. Pero todo el mundo se relaciona con fantasmas.
—¿Y por qué escribes?
—Porque escribir te permite lograr cualquier cosa… Eres capaz, por ejemplo, de salir volando por la ventana ahora mismo, en dirección al sol, como un pájaro… ¡En estos cuadernos yo he hecho de todo!
—Qué infantil eres —objeté—. No te percatas de que, al inventarte a tus amantes, corres el riesgo de fabricar muñecas sin vida, cuerpos de papel que nunca se enfadan, nunca te cuestionan… Personajes que, para complacerte, te permiten cualquier capricho…
—Eso tiene fácil solución —me guiñó un ojo—: todo consistía en crear a alguien con quien pudiera discutir. Alguien que me dijera las verdades a la cara. Una mujer que nunca estuviera de acuerdo conmigo…
—¿Y quién puede ser esa mujer? —pregunté ingenuamente.
Señor director: Ernesto está muy triste. Desde hace semanas, o quizá meses, piensa que ya es hora de terminar con todo. Le gustaría dejar claro que no se arrepiente de nada de lo que ha hecho, del modo en que ha invertido (e inventado) su vida de ermitaño. Si ha optado por el suicidio no ha sido por hastío del pasado sino por temor al futuro. El futuro, señor director, que nos amenaza a todos. El futuro, que escribe nuestras breves historias trufadas de horror y nos colecciona en cuadernos encerrados en el inmenso cajón de una cómoda. Ernesto Brunes ha decidido acabar con su futuro. Me ha pedido que lo disculpe mediante esta carta, el primer texto que se decide a publicar.
Ahora dejo de escribir. Mi hombre me tiende su mano y caminamos con la ternura de amantes jóvenes hacia la ventana abierta de su apartamento, en el quinto piso de una pequeña calle de Chamberí. Luce un sol torrencial, y tengo que parpadear varias veces mientras nos asomamos por el antepecho, entre las obedientes macetas, y nos echamos a volar juntos, dos palomas grandes, en pijama y camisón, sobre el fulgurante cielo de Madrid; criaturas majestuosas y perfectas que ni siquiera necesitan agitar los brazos para deslizarse, en un silencio de tinta azul, hacia la inflamada quietud del sol.