La transfiguración y el libro
Yo vivía, y es raro decirlo y pensarlo precisamente de este modo, lejos de mi ciudad cuando vine a visitarla un Jueves Santo. Sé con mucha inseguridad que no era creyente y que ni siquiera ahora lo soy, pero entonces lo sabía a ciencia cierta. Como la mayoría de los occidentales de nuestra época solo sentía devoción ciega por unos días de vacaciones. Por eso regresé a Granada, igual que antes lo había hecho decenas de veces.
Me da por preguntarme qué habrá sido de mi coche. Era azul oscuro, con una pintura metalizada que me recordaba una bata de seda con la que una vez alguien me recibió en un hotel de México, mucho antes de la pandemia. Recuerdo la bata y su tacto, y sin embargo he olvidado el tacto y el olor y el nombre de la mujer que la vestía.
He dicho que era Jueves Santo y era así: más allá a la derecha y a la izquierda, quizá unas manzanas hacia atrás o hacia delante, en una calle u otra, había tambores que intentaban imitar el dolor, cadenas que se arrastraban, gotas de cera en el asfalto, trompetas que estrellaban su sonido contra las farolas de cristal y hierro, sudor bajo los sudarios y procesiones de conos blancos, negros y violetas. Yo estaba en el centro y la plaza era cruzada por cientos de personas en todas direcciones, rastros de gente que dejaba un solo segundo de carne ante mis ojos, un segundo de todos aquellos que la carne había reunido para existir.
Me adentré por el bosque orgánico. Reían, hablaban. No eran sus brazos los que se movían como ramas sino sus labios al tapar y descubrir los dientes. A mi derecha el río Darro se revolvía, espumaba, y los átomos de su humedad ascendían por la roca viejísima del puente roto hacia los jardines de la Alhambra. A mi izquierda una última fila de caserones y palacios aguantaba el peso del Albaicín, que quería volcarse sobre el río.
En cuanto vi una calle sin gente la tomé y ascendí por el barrio. Estuve callejeando sin rumbo fijo. A veces, una reja cuadriculaba un rostro, unos geranios o el sonido del televisor, pero sobre el empedrado no había otros pasos que los míos.
Al doblar una esquina me encontré un libro en el suelo, sobre un mantel de color rojo. Extrañado, me incliné hacia él. Fue alargar la mano para recogerlo y desaparecer no solo el libro, todo. Me quedé en la nada, si se puede explicar de este modo, volví a ser parte de ella, yo con lo demás sin ser.
Lo siguiente que recuerdo es abrir los ojos y ver a un centímetro de distancia una especie de duna compacta y gris. Tardé unos segundos en darme cuenta de que esa duna formaba parte del empedrado de la calle, la misma y el mismo sitio donde había visto el libro, que había desaparecido. Me incorporé y quise mirar la hora, pero la esfera de mi reloj estaba rota. Me apreté la cabeza con las manos. Nada me dolía. Anduve unos pasos y vi una cartera tirada en el suelo, y hasta que no me busqué en el bolsillo de la chaqueta no lo comprendí. Quise recogerla. Me agaché, tiré de ella con todas mis fuerzas; pero era como si estuviera pegada al suelo por uno de los lados y tuve que renunciar. Comprobé que el dinero había volado y que las tarjetas de crédito permanecían en el compartimento secreto. Me las guardé en el bolsillo junto con el carné de identidad y abandoné el callejón.
Al cabo de unos minutos alcancé el mirador de San Nicolás. Anochecía. La sierra era de seda gris; la Alhambra reflejaba la incandescencia del poniente; la ciudad comenzaba a puntearse de neones y alumbrados, y por todo ello el mirador estaba abarrotado de turistas que añadían al paisaje de la luz decenas de flashes.
Me senté en un banco al lado de un japonés vestido de samurái y esperé un rato. Apoyado en el tronco de un árbol, había un enano gitano tocando una guitarra ante un corro de chicas con pinta de ser de California. El ambiente me gustaba y me quedé allí hasta que se hizo completamente de noche.
Escuché unas campanadas y conté nueve. Me sentía intoxicado de nostalgia, como si todo lo que viera no me perteneciera a mí sino a mi pasado, y mi yo presente tuviera la importancia del humo en aquella ciudad, como si yo fuera una especie de rey Midas que convirtiera todo lo que tocara en seres y en objetos perdidos. Estaba absorto en mis pensamientos y no me percaté de que el samurái se había tumbado sobre el banco hecho un ovillo como un gato callejero. Eso me animó a marcharme. Yo soy o por lo menos era muy alérgico a los gatos.
Me dejé caer callejones abajo, esta vez por aquellos en los que hubiera más gente. Pasé por delante de una iglesia que no conocía y, fiel a mi debilidad por las iglesias antiguas, al verla abierta quise entrar. Respiré un aire de irrealidad cuando la hallé abarrotada de policías que escuchaban el sermón del cura. Me senté en un banco del fondo y me puse a escuchar lo que decía aquel sacerdote hasta que me quedé adormilado. Me despertó el brusco incorporarse de todos aquellos uniformes. Había terminado la homilía. Con el sentimiento firme de ser un extranjero en todas partes, salí de allí y alcancé la calle San Gregorio.
Entré también en la iglesia del convento que hay antes de llegar a la Calderería. Arrodilladas delante del altar y separadas de la parte posterior del recinto por una enorme cancela, unas monjas se despedían del Cristo que al día siguiente iban a crucificar. Cantaban con voces de una virginidad exhaustiva y dispuesta a seguir siéndolo para siempre. De espaldas al grupo de fieles, daba la impresión de que aquellas monjas consistían físicamente solo en sus hábitos de un blanco luminoso, que se ensanchaban extraños y desproporcionados en la parte de la cabeza. Apoyé la mía entre dos barrotes de la cancela para verlas lo más cerca posible y me convencí de que aquellas ropas no vestían a seres humanos sino a sujetos de otra especie animal o extraterrestre: aquellas capuchas de tela inmaculada encubrían osamentas monstruosas. Presa del desasosiego, abandoné la iglesia. Me mezclé con la multitud árabe y cristiana que pululaba entre teterías y tiendas de abalorios, me dirigí rápidamente hacia el Realejo, y hasta que no rebasé la Estatua del Filósofo no aminoré el paso.
Fue así como llegué al Campo del Príncipe y como quise acercarme al Cristo de los Favores y como alcancé ser prisionero.
Hacía tiempo que había asumido que mi cuerpo comenzaría a traicionarme en cualquier momento. Al fin y al cabo, envejecer consiste en la progresiva traición que el organismo, decidido a morir, le hace a la conciencia, obsesionada con todo lo contrario. Siempre he temido en cambio una rebelión repentina que me cogiera por sorpresa: un ataque virulento de mis propias células empeñadas en matarme a destiempo en forma de leucemia.
Al entrar en la plaza lo había entrevisto a través de las ramas, como cuando uno sorprende la luna llena en la arboleda. El Cristo relumbraba. Y, aunque lo había contemplado muchas otras veces, esta era la primera que me sentía atraído o, más bien, arrastrado por su gravedad, mucho más sutil que la de la Tierra pero igual de invencible para mí.
Me detuve ante él y comprendí que había sido restaurado hacía poco, y que su única similitud con la luna se debía a que la talla, soberanamente pulcra, reflejaba la luz de las farolas. Mientras admiraba cómo el escultor había sabido unir la tensión de aquel cuerpo en los rigores de la cruz con la suavidad de rasgos y músculos propia de la melancolía, se acercó al Cristo una anciana, primero, que se santiguó y se marchó, y en segundo lugar una madre que le explicó a su hijo los famosos favores que supuestamente concedía.
Después, me quedé solo. Miré la faz del Cristo, y como grabándola en la tristeza que venía conmigo durante toda la tarde contemplé sus ojos de piedra y su boca de piedra y su frente de piedra, haciéndolos míos de algún modo y de manera tan intensa que, sobre sus rasgos, de pronto, sin ningún tipo de transición ni señal empezó a superponerse o a engendrarse una sucesión de cientos de rostros que yo no conocía.
No me asusté. Pensé que me limitaba a proyectar las caras de mi angustia. Sin embargo, me fijé en que lo que cambiaba no eran las expresiones de un mismo rostro sino cada uno de los rasgos que conforman una determinada fisonomía: la forma de las cejas y de la boca, las arrugas de la frente, el tamaño y la expresión de los ojos, la curva de la barbilla. Luego, envuelto en vértigo, me vi en la obligación de concentrarme en la mirada dolorida de cada uno de esos rostros y comprendí, como si lo estuviera leyendo, que ese dolor consistía en que ellos no sabían quiénes eran y, sobre todo, lo que eran. Y supe que eso que eran y no conocían era el verdadero ser con el que convivían cada minuto sin saberlo. Y que habían renunciado a conocerlo en contra de sí mismos casi desde el principio. Y que a pesar de esta terrible contradicción no paraban de buscarlo.
Y supe que lo que eran y no sabían que eran se parecía al Vacío en movimiento: como si introdujésemos en una lavadora una porción determinada de oscuridad muy densa y la pusiéramos en marcha. Y estaba intentando explicarme este conocimiento que me entregaba la cara transfigurante del Cristo cuando sobre él vi un último rostro, perfecto, dibujado. Y entonces sí que sentí miedo y cerré los ojos. No me atrevía a abrirlos. Cuando lo hice vi y no pude hacer nada para evitarlo que yo estaba caído en el suelo a mis pies.
Escucho. Vienen, venís, creyentes, agnósticos y ateos, grados de un idéntico autoconvencimiento que no tiene consistencia alguna. Todos los que os habéis librado de la pandemia. Alguien, por cierto, me pide que le cure una enfermedad, propia o de algún ser querido, pero es imposible que cuando un cuerpo ha decidido traicionarse a sí mismo deje de hacerlo, por lo que yo intento trasmitir que evitéis desde el principio ser enemigos de vuestras células, pero no me comprendéis, paso por vuestras mentes como si fuera aire. Otro viene y me pide un trabajo, amor o la gloria, y toda una serie de cosas relacionadas con esas estructuras mentales que hacen creer a un ser humano que forma parte sustancial de una sociedad inevitable, y parte de un planeta de hombres dueños de la materia, y del espíritu como un hueco dentro de esa materia.
Pero yo no puedo concederles nada porque eso que me piden no es la realidad, y ni siquiera forma parte de lo posible en la realidad.
Yo solo tengo el inmenso poder de conceder la realidad. Y por eso cada día y cada noche estoy deseando que alguien me pida la realidad para concedérsela y hacérsela posible. Si no me creéis, leed el Libro. Cualquiera puede encontrárselo tirado en el callejón.