Reflejos superpuestos
Debo a la conjunción de un espejo y de una fotografía mi conocimiento de Jara. Había llegado a la Maison des Écrivains de Saint-Nazaire a principios de julio, cuando un aire caliente sale del Atlántico siguiendo el curso del Loira con una fuerza que no deja en paz los batientes sueltos. Encendí la primera luz, coloqué mi equipaje en un rincón y mi vista se perdió hasta la pared del fondo, donde un espejo colgaba inclinado y alto reflejando mi cuerpo intruso en aquella soledad. El silencio era espeso y la luz de la antesala apenas entraba hasta la superficie de azogue, por eso no le presté atención —solemos atender solo a aquello que luego puede ser reconocido— al hecho de que en aquel espejo inclinado estábamos yo y otra persona. Se trataba de un solo reflejo atrapado en un único cuerpo, retratado en la superficie lisa, pero había algo en la silueta, un brillo en los ojos y una boca definida y suave que no me pertenecían.
Anulé la atmósfera íntima con la segunda luz de neón y seguí avanzando con los cinco sentidos puestos en las puertas que iba abriendo, como si fueran los cajones de la vieja casa de los abuelos cuando en años no hemos regresado. Verifiqué el comedor amplio y ordenado, el despacho, el primer baño y las dos habitaciones; fue entonces que me detuve a pensar en el reflejo que había visto minutos antes, y sentí que en aquel momento pasado e inmediato había percibido dos personas en un solo cuerpo. Me dormí con la inquietud de quien no quiere pensar en su inquietud, pero las horas de vuelo, el caos de Montparnasse y luego un tren entre campos planos y opacos me impusieron el sueño.
No fue hasta el día siguiente, después de desayunar tostadas y café con mi amigo el novelista Patrick Deville, que descubrí la fotografía. Alguien, probablemente un escritor residente de años anteriores, la había olvidado sobre uno de los anaqueles del despacho, cerca de un libro en francés de Kawabata y de unos disquetes flexibles de los que ya no se usan. Supe enseguida que en aquella foto estaban un brillo de ojos y la firme suavidad de una boca que me eran familiares. Caminé con la fotografía hasta el espejo alto e inclinado, me detuve al frente sin mirarlo y luego levanté los ojos. Esperaba verme idéntico a mí mismo, absurdamente curioso con una foto sin nombre en la mano, intentando eliminar un recuerdo de la misma manera en que regresamos a la realidad familiar de nuestro cuarto tras un sueño demasiado vívido, pero al fin y al cabo un sueño. La luz dorada del Loira se movía en el techo. Entonces me vi, y vi en mí la boca y los ojos de la muchacha de la fotografía.
Por algún motivo aquello no consiguió asustarme, pero tampoco me resistí ante la evidencia. Durante el resto del día ensayé alternativas de verificación que al principio arrojaban resultados ambiguos: la primera vez que me miré en el espejo del baño mi cara era la de siempre, sin que fuera invadida por la boca y los ojos de Jara. En el agua quieta del váter —quise asumir groseramente aquel fondo especular porque ya la muchacha de la foto me resultaba demasiado hermosa— creí volver a ver su boca y sus ojos de cuarzo. En la sala siempre éramos dos en la misma imagen, luego lo fuimos en el espejo del baño, en los enormes platos niquelados y en las cucharas cóncavas manchadas de café. A medida que iba buscándome en todas las superficies la imagen de Jara me iba poseyendo.
No quise salir de la casa en los siguientes días y eludí el teléfono con los requerimientos de Patrick, de mis amigos de Nantes y de los anfitriones de la beca. Sin asombro, con moderada curiosidad y sin resquicios de miedo, fui verificando que la imagen de Jara me poseía no solo en los ojos y la boca, sino en el enérgico rictus de adelantar el labio inferior, de inclinar la cabeza a un costado como esbozando el gesto de escuchar dentro de una caracola, y en la manera de percibir el paso del tiempo. Mi estrés, mi sempiterna premura con puntas de angustia no se habían transformado, pero habían ganado la premura y ligereza de otra alma. Entonces me percaté de algo evidente: casi desde el primer momento, sin razón alguna, había asumido que la hermosa muchacha de la fotografía se llamaba Jara.
Al día siguiente, mientras Patrick se abismaba en su plato de caracoles para no asumir como algo molesto mi silencio esquivo, lo miré cuidadosamente y me atreví a preguntarle:
—¿Notas algo raro en mi rostro? —él levantó los ojos como si intentara leer mis labios—, quiero decir, ¿ves en mí al mismo de siempre?
—Salvo por el hecho —sin dejar de masticar, su castellano era aún más ininteligible— de que pensaba que tenías ganas de verme y contarme tu vida de los últimos dos años, y sin embargo te has estado escondiendo, eres el de siempre.
Permanecimos en silencio, cada uno en su plato, por largos minutos. Entonces coloqué la fotografía sobre la mesa y le pregunté, fingiendo poco interés:
—¿Quién es ella?
Levantó la vista, muy francamente desinteresado, y me dijo:
—Jara, ella es Jara. ¿Dónde la encontraste?
—En el despacho, en uno de los anaqueles.
Terminó de tragar su último bocado y alzó la foto entre sus dos únicos dedos limpios:
—No lo entiendo, pensé que todas sus fotos habían desaparecido. —Luego continuó hablando con la mirada fija en algún punto sobre mi cabeza—: Jara era la novia de Serge…, Serge Ramírez, un escritor uruguayo que estuvo becado por la Maison hace dos años…
—Serge —conocía algo de la historia, se había esparcido entre los escritores de nuestro círculo—, el suicida.
—Eso, el tío que intentó suicidarse y quedar en la bañera como Marat y no lo consiguió, y cuando los médicos lo interrogaron se puso a decir que aquella chica de las fotos se había convertido en su reflejo. ¿Me entiendes? No, seguro que no, es algo incomprensible.
—Sigue.
—Bueno, pues eso, que al parecer había sido abandonado por una novia española que se llamaba Jara, y que era la muchacha de las fotos… —Hizo una pausa como si no quisiera continuar—. Es una historia rara y desquiciada. Serge no regresó a la Maison, después nos enteramos que se había mudado a una isla al sur de Brasil a vivir como un asceta en una tienda. Renunció a todo, a su familia, incluso a la literatura. Nadie nunca ha vuelto a tener noticias suyas.
Reflexioné unos instantes buscando precisar cuál era el hueco que más me interesaba de aquella historia.
—Patrick, ¿cómo sabes que la muchacha de la foto era una novia que lo había abandonado y se llamaba Jara?
—No lo sabemos —me miró con una sonrisa desdibujada—, es la parte de la historia que me he inventado, pero tiene su lógica. Si nos atenemos a los hechos hay muy poca cosa, por eso los novelistas, lo sabes perfectamente, no podemos quedarnos con la austeridad de los hechos, nos gusta buscar lo bello dentro de lo triste. Él la nombraba como Jara y decía que era española. Si un hombre se obsesiona a tal punto de creer ver en su reflejo el reflejo de una mujer como esta, es porque la ha conocido antes, probablemente haya sido su novia, y si fue así, se trata de una mujer que lo ha abandonado. ¿Tiene o no tiene lógica como novela?
—Es posible —le dije—, salvo por el hecho de que yo sabía perfectamente, desde que vi la foto, que esta mujer se llamaba Jara.
No me atreví a hablarle sobre la imagen de ella y mi reflejo. Patrick puso cara de novelista rechazado por su editor de toda la vida y pidió el postre. Esa fue la última vez que hablé con él sobre el tema.
En las semanas siguientes de mi estadía en la Maison des Éscrivains no solo me acostumbré a ver a Jara metida en mi reflejo, sino también a percibir el paso del tiempo con la perenne sensación de que lo hacía a través del alma y los nervios de otra persona; y sin un ápice de vértigo ni de terror solía meterme en la bañera e imaginaba a Serge intentando suicidarse bajo la quieta agua tibia. Deduje que Serge estaba predispuesto a la locura. A veces me gustaba recoger mi cuerpo, sentarme muy derecho y observar bajo mi rostro el rostro de Jara que me observaba desde el agua.
Concluida mi residencia, dejé Saint-Nazaire y transcurrí por París durante una semana sin mirar sus edificios: cada paso que daba por el Boulevard Sébastopol o por la Rue du Saint-Denis me mantenía junto a la cintura de Jara. Pero me faltaba el espejo de sus ojos y una tristeza hueca me fue llenando. Entonces supe que nunca volvería a aquella ciudad.
Regresé a Madrid a finales del verano y la vida siguió sin que todo lo que hasta entonces tuviera sentido lograra conservarlo. Parecía que alguien le iba borrando el color, según las iba viviendo, a cada una de mis horas, salvo por el hecho, cargado de una dolorosa curiosidad, de que día a día, gota a gota, podía notar cómo el rostro de Jara se desdibujaba de mi rostro en todos los reflejos. A veces, mientras recorría la Gran Vía para dictar mis clases en la calle de San Bernardo, me demoraba en las vitrinas de las tiendas con la esperanza de que ella apareciera ocupando el espacio de mi cuerpo.
Así se deslizó aquel año, disminuyéndose, pero al final me enamoré, comencé a convivir y tuve una hija. Todo pasó tan de repente que un día me percaté de mi nueva vida mientras descubría mi sonrisa de antaño en el espejo, esa que se había eclipsado con el reflejo de Jara. A veces pensaba en ella, pero ya no recordaba su boca ni el cuarzo de sus ojos. Volví a encontrarme y acepté, como recibimos una buena noticia que lo borra todo, los innumerables poros del olvido.
La tarde helada del 12 de enero, mientras hacía el recorrido acostumbrado hacia mi clase, se me cruzaron en la Gran Vía los ojos de Jara. Hacía ya mucho tiempo que no miraba las vitrinas sino al frente, y después de unos pasos algo frenó en seco dentro de mí. La había visto. Estaba seguro de que una muchacha que se me había cruzado instantes antes era ella. Me detuve, la miré yéndose de espaldas, pero no parecía alejarse. Entonces ella se volvió un instante y ahí estaban su boca y el brillo de sus ojos mirándome sin que nos reuniera ni separara ningún espejo. Tuve náuseas y di tres pasos indecisos, y luego muchos pasos como si alguien, el mundo entero, tirara de mí para que huyera. Seguí alejándome por la noche de la Gran Vía sin poder evitar, cada cierto tiempo, darme la vuelta y verificar que sus pasos me seguían. Doblé por San Bernardo, pero en lugar de entrar en el edificio del instituto continué hasta la calle Pez y me hundí en la primera puerta de un bar abierto y lóbrego llamado Oxígeno Líquido, donde al parecer nadie se sentía a gusto y no había más que un camarero.
Fue en el instante en que le di el primer sorbo a mi vodka con tónica cuando entró Jara. Se acercó, se sentó al otro lado del pequeño círculo con la tranquilidad de quien ejecuta gestos de algo que se ha repetido muchas veces.
—Te llamas Ronaldo, ¿cierto? —me dijo sin mirarme.
—Y tú Jara.
Entonces levantó la vista y sonrió levemente, como aire que mueve una cortina.
—Conozco tu cara —me dijo—, he visto muchas veces tu reflejo en los espejos.
En ese momento no dije nada. El camarero le acercó una copa de vino. El vino parecía oscuro y profundo. Me atreví a rozarle la mejilla con la yema de los dedos.
—¿Quién es Serge? —le dije—. ¿Lo conoces?
—No tiene importancia —parecía que sabía de antemano la respuesta y hablaba para sí misma—, hay tanta gente posible en los reflejos que no se deja encontrar…, y aunque se deje encontrar, tampoco es suficiente.
Entonces le pedí lo que en tantas noches calladas había imaginado:
—¿Vendrías conmigo a París?
En ese instante el camarero preguntó si queríamos más de lo mismo.
—Sí.
Cuando terminamos nuestras copas salimos a la calle sin tocarnos. La noche tenía un color morado, había luna y mucho tráfico.