Apuntes para las memorias de un ladrón de libros
UNO Hubo un tiempo en que no pasaba día en que yo no robara un libro. No era que me faltara dinero; pero no hay dinero suficiente para poseer todos los libros que uno necesita leer o, simplemente, mirar, sostener, acariciar, saber que se tienen, que son nuestros porque ya no son de ellos.
Dos Y sí, había algo de Robin Hood en eso de robar libros en las librerías de Buenos Aires, la ciudad en la que nací y aprendí a leer.
Insisto, ya lo dije: yo era hijo de padres de clase media-alta. Cultos y reconocidos en sus respectivos oficios. Padres que me regalaban libros para mis cumpleaños y no dudaban en darme dinero para comprar libros. Pero, claro, dentro de un esquema à la Bosque de Sherwood, mi biblioteca era tan pequeña y humilde si se la comparaba con los ricos y abundantes estantes de las librerías.
Y el otro día leí que «el robar libros es la forma más egoísta del robo».
No estoy de acuerdo.
Robar libros es, en realidad, una forma deportiva de la literatura y, también, otro eslabón en la cadena de diversos oficios —escritor, editor, corrector, distribuidor, crítico, etcétera— orbitando alrededor del sol blanco o del agujero negro de la literatura.
También, ya lo dije, es un insano ejercicio, uno de esos deportes de riesgo.
Cuando escribimos o leemos estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros, uno piensa y actúa y, de algún modo, uno lee y escribe.
Cuando se roban libros, uno es persona y personaje.
TRES Y abundan los casos de ladrones de libros de ficción yendo desde Las aventuras de Augie March de Saul Bellow a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Y he perdido la cuenta de los lectores malditos que se roban el Necronomicon y sucumben a su lectura en los horrores de H. P. Lovecraft. Existen, también, variedades del asunto más sofisticadas como la que practicó Joe Orton cuando sacaba libros de las bibliotecas públicas, alteraba portadas y blurbs, y los devolvía cambiados para siempre.
Y aun así, todas estas hazañas de personajes o personas siempre se nos antojan pálidas e inferiores a las nuestras. Porque es imposible que otros —aunque estén mejor escritos y descritos— sientan la intransferible intensidad de lo que siente uno en los momentos previos a robar un libro, en el instante preciso en que lo roba, en el extático minuto después cuando uno descubre, una vez más, que ha salido de allí y se ha salido con la suya sin ser descubierto.
CUATRO La edad dorada de mi carrera como ladrón de libros tuvo lugar entre los años 1980 y 1985. No existían todavía los controles electrónicos ni los listados informatizados. Todo era unplugged artesanal, verdaderamente artístico.
Y —no me pregunten cómo, no tengo explicación— luego de entrar a la inminente escena del crimen y de seleccionar a mi inmediata víctima, yo sentía casi físicamente cómo era envuelto por una suerte de aura o de halo que me volvía invisible para los empleados de la librería. Algo fuera de este mundo que me capacitaba para hacer lo que quisiera, para llevarme lo que más deseaba. No importaba el tamaño del libro o su valor. Ese libro estaba allí para ser mío, para ser raptado por el más amoroso de los captores, para salir de allí y entrar a mi habitación. Para que solo lo tocaran mis manos.
En algún momento —por acto reflejo o mecanismo de defensa, uno tiende a reglamentar los milagros con la esperanza de así poder convocarlos a voluntad— me dije que yo era un elegido, sí, pero que no debía malgastar o degradar mi don robando libros que no me fueran a servir o que no me resultaran indispensables para convertirme en el escritor que yo quería ser.
Y, por supuesto, enseguida me dije a mí mismo que todo libro me era indispensable y, por lo tanto, digno del honor de ser robado.
CINCO Así, fui acumulando hazañas que hoy recuerdo con la melancolía y admiración que se dedica a ciertas estampas y postales de nuestra juventud.
Así, robé a la vista de todos un voluminoso hardcover de la biografía de James Joyce firmada por Richard Ellmann.
Y así, una mañana perfecta de invierno, desafié a quien por entonces era un buen amigo y rival, a otro consumado ladrón de libros, al reto definitivo.
Él y yo nos situamos en uno de los extremos de la Avenida Corrientes de Buenos Aires, famosa por la cantidad de librerías que albergaba y que, creo, escribo esto tan lejos de allí, sigue albergando. Y nos propusimos —cada uno de nosotros situados en una de las márgenes de la avenida, escogida previamente luego de arrojar una moneda al aire— robar los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En orden de publicación.
Debo decir que yo lo conseguí y él no y que nuestra amistad nunca volvió a ser la misma.
SEIS Con el tiempo, claro, fui desarrollando ciertas técnicas más sofisticadas que el simple y físico ocultamiento bajo el abrigo. La que mejor resultado me dio era la de escoger el libro a robar, irme a un rincón poco frecuentado de la librería, dedicármelo a mí mismo, y luego acercarme a cualquiera de los empleados, mostrarle el libro que alguien me había «regalado», preguntarles si tenían otro ejemplar, averiguar el precio, suspirar un «Es muy caro; mejor le presto el mío» y salir de allí con mi copia de las Collected Stories de Francis Scott Fitzgerald (la categoría Collected o Complete es tan robable) súbitamente legalizado y de mi propiedad. A veces, cuando el libro a robar era de un autor próximo y vivo, yo no dudaba en autodedicármelo con palabras emocionadas y agradecidas.
SIETE Y, por supuesto, hubo más de una ocasión en que algo salía mal, en que la protección del escudo dorado se desvanecía a último momento y uno se veía obligado a correr, calle abajo, perseguido por algún librero.
>Recuerdo que yo huía con A Clockwork Orange en el bolsillo interior de mi chaqueta, y doblé una esquina, y arrojé un billete sobre un mostrador, y entré a un cine donde se proyectaba Raiders of the Lost Ark.
Ya la había visto varias veces, me la sabía de memoria, ya había comenzado esa sesión; pero había algo justiciero y poético en la idea de que un consumado ladrón de tesoros arqueológicos diera refugio a un joven ladrón de libros, pensé entonces, pienso ahora.
OCHO Ahora, en perspectiva, nada me cuesta considerar ese episodio Burgess/Spielberg como el principio del fin.
Continué robando libros por un tiempo. Pero ya no experimentaba el mismo placer de antes. Me sentía más inseguro. Sin ganas. Y proclive a pensamientos extraños: un ladrón de libros que robaba sus propios libros ¿estaba haciendo algo provechoso para sí o no? ¿Extraer sus libros de las librerías equivalía a agotarlos y así obligar a su reposición? ¿O, por lo contrario, no conseguía otra cosa que irritar al librero contra su persona al descubrir que los libros desaparecidos no habían sido facturados y, por lo tanto, eran pura pérdida para él así que mejor no solicitar nuevas copias al distribuidor? Una cosa estaba clara: ya era hora de quedarse en casa, de sentarse a escribir.
Al poco tiempo publiqué mi primera colección de cuentos y así llegó ese momento epifánico en el que —en una feria del libro, en uno de esos virtuales estadios olímpicos para ladrones de libros— contemplé como un joven robaba uno de mis libros y, después, me lo ofrecía para que se lo dedicara. «Para X, quien me ha regalado la inmensa felicidad de ver cómo se robaba para leer el libro que yo escribí», puse en la primera página.
El joven leyó la dedicatoria y me sonrió con una mezcla de orgullo y vergüenza. Más orgullo que vergüenza.
Supe entonces que yo ya había pasado, sin pasaje de vuelta, al otro lado del asunto. Y que —como el drugo Alex al final de A Clockwork Orange— yo, completa, desgraciada e irreversiblemente, «estaba curado».