Los oficios del libro

Seis copas de anís

Rafael Reig

Borges está muerto y yo no me encuentro demasiado bien. El día menos pensado me sacan de esta casa con los pies por delante. Quiero al menos dejar en este despacho, escrita de mi mano, la confesión de nuestro secreto. O quizá solo sea una delación, no lo sé.
Conocí a Jorge Luis Borges en Madrid, en 1946. Me lo presentó un judío, a media tarde, en el Viaducto. Borges era un tipo gordinflas, iba camino de los cincuenta y veía muy poco, pero ya se comportaba como un ciego total, quizá por pura coquetería, o esa impresión me dio. Yo aún no tenía treinta años, iba de uniforme, con camisa azul, correajes y capa de seda blanca. Era noviembre, quizá un jueves. En octubre habían muerto en la horca los condenados en Núremberg. Habían quemado sus cuerpos y arrojaron sus cenizas al rí;o Isar. Al argentino le interesaron de inmediato mi Cruz de Hierro, la campaña en Rusia y sobre todo mi arma, una Luger, que no se atrevió a empuñar, como si se hallara en presencia de un dios desconocido.
Algo comentó de un ciego con una pistola, emblema del destino; yo le hablé de Cupido.
Borges desistió enseguida de la pretensión de comunicarse conmigo en su alemán escolar y temeroso; el judío (me parece que se llamaba Rafael Cansinos) se despidió y nos quedamos por fin solos, en mitad del puente, como en tierra de nadie.
Pasamos al otro lado.
—Nadie comprende mejor que yo el destino trágico de Alemania —me dijo Borges, de camino hacia Puerta Cerrada, con los dedos apretados como tenazas en mi brazo.
En un café de la calle del Nuncio pedimos anís Castellana y hablamos del judaísmo, de la fe de Jesús y de la fe de la espada, de Raskolnikov y de Napoleón. Era, como el de Brahms, Ein deutsches Requiem, aunque no mencionamos el castigo a los oficiales de la Wehrmacht, como si en realidad no fuera más que una penitencia elegida por ellos mismos.
Yo ya había leído entonces El jardín de los senderos que se bifurcan y tanto admiraba a Borges que me dio por llamarle «maestro», pero me disgustó la complacencia tontorrona con que aceptaba el tratamiento, esponjándose como un gordo gatazo castrado.
Al segundo Castellana Borges se atrevió a tocar mi Eisernes Kreuz, mi Cruz de Hierro de primera clase. La sostuvo en la palma de la mano y la acarició con las yemas de los dedos, como si fuera una moneda. Así que hablamos de monedas, de tigres, laberintos, espejos, alfabetos, pasadizos y aljibes, y también de vaginas con dientes, de sangre, de saliva y de veneno. Me pidió numerosos detalles sobre la batalla de Volkhov, el río que cruzamos en plena noche, en botes neumáticos, con nuestras camisas azules bajo las guerreras del ejército del Reich.
Siempre sucede: hablando de la guerra desembocamos, de la forma más natural del mundo, en el arte, su pálido reflejo, la cruz de la moneda. A la tercera palomita de anís, Borges empezó a llamarme «mi capitán», sin duda porque no había retenido mi nombre cuando nos presentó aquel judío.
—Si mi pluma valiera tu pistola de capitán —recitó a Machado con voz estropajosa.
Me escoció. Le dije que sí, que era un guerrero, pero también, con toda humildad, un escritor. Dio marcha atrás, mencionó a Garcilaso y me preguntó si había «fatigado las prensas», así lo dijo, el muy porteño.
Admití que algún cansancio ya había causado a las linotipias. Un libro, le sugerí, es la sombra de lo que uno quería escribir. El libro verdadero, el que el autor ha visto en su cabeza, se queda siempre sin escribir. Y esa sombra sobre la página lo va remplazando, ocupa su sitio, hasta que el libro desaparece.
—Escribir es borrar, maestro —afirmé—. Sustituir el cuerpo verdadero, que no vemos, por esa sombra que proyecta en la página.
—Entonces tal vez no haya poemas malos —dijo Borges—. Detrás está el original, el poema bueno que el autor solo alcanzó a vislumbrar y que es el que le impulsó a escribir.
—Leemos también encerrados en la caverna. Vamos a pedir otra ronda, maestro —propuse.
—¿Cuántos poemas buenos habrá, mi capitán? Quizá la literatura entera sea la sombra del mismo único cuerpo que nadie ha logrado ver a plena luz.
Íbamos por la cuarta palomita, así que ya brindamos por Platón y por Aristóteles, por las ideas y los arquetipos, por Schopenhauer, por el fuego, por Nietzsche y hasta por el maestro Alonso.
Entonces fue cuando le pregunté qué le traía de vuelta por España.
Se quedó en silencio, con los pesados párpados plegándose como el vuelo de una falda, y apoyó el codo sobre la mesa, pero dejó la rechoncha mano floja, suspendida en el aire, blanquecina y carnosa como un lomo de merluza recién cortado.
Me pareció una postura típica del ciego que aún no era.
—Quizá solo vine para conseguir fracasar, mi capitán.
Me contó que su ambición era ganar un premio literario en España, la España de Cervantes y de Gracián. Con el tiempo, le darían el Cervantes, pero ese año de 1946 acababa de enterarse de que había perdido en el concurso de relatos de la revista Yuste.
El ganador fue Miguel Céspedes, un falangista de Valladolid. Borges había presentado un cuento firmado con un pseudónimo, según me dijo. El jurado lo desechó de inmediato, al parecer con indignación. ¡Qué desvergüenza, otra imitación de Borges!, debieron de decir, y tiraron el manuscrito de Borges a la papelera.
—Ya ve, mi capitán, tuve que resignarme, no puedo ser otro, cualquier otro escritor. No sé si disculparme por parecerme a mí mismo. ¿Qué podría decirles? ¿Que soy yo: soy Borges? El cuento será el mismo cuento, cuéntelo Borges o lo cuente otro, ¿no le parece?
—Sin duda. En fin, para mí es un orgullo —me decidí a confesarle—. Yo también me presenté al mismo concurso y fracasé. Fracasar igual que Borges es un gran honor.
—¿También utilizó un pseudónimo?
—No, maestro, yo fracasé en mi propio nombre.
—Discúlpeme…
—Martín Garrido —le recordé.
Al oír mi nombre, Borges se puso pálido. Parecía aturdido, como si tuviera miedo. Su rostro demudado fue cambiando de expresión hasta esbozar una sonrisa.
—¡Martín Garrido! —repitió—. ¿Sabe cuál fue el pseudónimo que utilicé? ¡Martín Garrido! Es asombroso.
—Qué casualidad, maestro.
—¿Usted aún cree en eso, mi capitán? Quizá solo sea un orden que preferimos ignorar.
Me pidió que le leyera mi cuento, que se titulaba El juicio. Por casualidad (¿o lo premedité en secreto?) lo llevaba encima. Por la misma casualidad, Borges también traía consigo una copia del suyo.
Con el quinto anís, le leí a Borges mi relato.
Escuchaba mano en mejilla, con los ojos cerrados y balanceando una pierna que le costaba cruzar sobre la otra, porque tenía los muslos muy gordos. De tanto en tanto, daba un cabezazo de asentimiento o fruncía los labios, molesto por un adjetivo infeliz o una repetición que me había pasado inadvertida.
Yo había luchado en nuestra guerra y había formado parte del ejército vencedor. Poco después, había luchado en Rusia con la División Azul y había formado parte de los vencidos, de la Wehrmacht a la que ahora juzgaban como a criminales y a quienes se condenaba a morir en la horca, como al poeta Villon o a un salteador de caminos.
Fui vencedor y vencido, fui las dos caras de la misma moneda. Di forma a esta vivencia en un relato contado por el propio Asterión, el minotauro, el monstruo en soledad, el devorador de hombres que solo ansía la muerte a manos de Teseo, su redentor, quizá su semejante.
La inspiración me la dieron algunos oficiales en el juicio de Núremberg: costaba creerlo, pero apenas se defendieron.
Así terminaba mi cuento:

¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

—Qué notable, mi capitán —aseguró Borges.
—Es demasiado borgiano, maestro —confesé.
—Sin duda los miembros del jurado se creyeron en presencia de una epidemia, una metástasis borgiana, o quizá un juego de espejos, dos cuentos borgianos firmados con el mismo nombre: Martín Garrido.
Borges me hizo el honor de leerme su relato, La casa y las dos ventanas. Era una obra admirable que leyó con ceceos salivosos de borracho.
—Una pieza maestra —admití.
—Esto sí que es una felicidad —dijo Borges de pronto—. No todos los hombres tienen la ocasión de rectificar los testarudos hechos.
Me dijo que los cuentos eran como monedas. Solo mientras circulan en el mercado de los prestigios y los premios valen dos dracmas, seis denarios, cinco ducados, según sean de Borges o de Garrido. El paso del tiempo desvanece su valor facial, que era ilusorio. Da igual saber ahora qué se podía comprar con esa moneda antigua, qué más da quién fue el autor, qué importa en cuántos bolsillos haya estado. Dejan de ser calderilla y se convierten en un tesoro solo cuando ya no son de curso legal.
—Le propongo una cosa —dijo uno de nosotros, ya no recuerdo cuál de los dos.
Y con el sexto anís Castellana hicimos un trato: nos intercambiamos los cuentos.
Amanecía cuando me despedí de Borges a la puerta del Hotel Continental, con su cuento en mi bolsillo.
Nunca volvía verle. En 1949 recibí un paquete con un ejemplar de su libro El Aleph. Allí estaba mi cuento firmado por Jorge Luis Borges. Le cambió el título. Ahora El juicio, mi obra, ya será para siempre La casa de Asterión, de Jorge Luis Borges. Hizo también pequeñas modificaciones. Añadió al final un párrafo con una aclaración algo infantil, que a mí me parece innecesaria, porque hace hablar al propio Teseo:

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

También añadió una nota a pie de página, igual de superflua, para explicar que «catorce», equivale a «infinitos».
Yo no toqué una línea del cuento de Borges, La casa con dos ventanas, y lo publiqué, primero, en 1950, en La Estafeta Literaria, y después lo recopilé, en 1952, en mi libro La longitud de los domingos.
Mi cuento, al ser de Borges, se ha convertido en un clásico. El cuento de Borges, al ser mío, solo recibió una mención elogiosa de Rafael Sánchez Mazas y una crítica demoledora de Camilo José Cela, que lo despachó en dos líneas con el calificativo de «redacción escasa de un bachiller demasiado ambicioso».
Esto es todo y no sé por qué quiero dejar constancia de ello. Hay un cuento de Borges que no es suyo. Hay un cuento de Borges, casi inédito, publicado con mi firma. O quizá solo sean dos sombras del mismo cuento que ninguno hemos visto.
No sé si me confieso o delato a un cómplice.
Y al fin y al cabo, qué más da. Son solo monedas. Calderilla. Las vueltas que deja la gloria de propina. No valen lo que figura en la moneda, dos dracmas, seis denarios, cinco ducados, no tienen más valor que el que cada lector les quiera conceder.
Borges ya está debajo de una piedra, en Suiza, y yo no volveré a salir de mi casa de Madrid si no es en una caja de pino.
Entonces, ¿qué más da?