Zona franca
Es la hora a la que cierra el almacén y ya es casi de noche y ella está sentada sola en la parada de autobús con el tejado de plástico transparente en medio de la recta desolada. Es un paisaje de una geometría tan definida, con los solares desiertos y tan planos a ambos lados, la prolongación del descampado más allá y las superficies siempre perpendiculares entre sí en las naves industriales a su espalda, y todo está siempre tan despejado y hay tantos ángulos rectos que a ella muchas veces le provoca hasta placer la sensación de orden y de amplitud, tanto que si lo tiene en la cabeza le fastidia mucho que aparezca un coche o un viandante en uno de los dos extremos de la recta y estropee la simetría. Al salir en general siempre está muy pendiente y preparada para disfrutarlo, si no está tecleando algún mensaje o devolviendo una llamada, y si es así y no hay distracciones es capaz de disfrutarlo tanto que, mientras no sea un retraso exagerado, casi agradece que vayan pasando los minutos y tarde en aparecer el autobús, porque a menudo esa quietud de hectómetros a la redonda opera un cambio en la velocidad a la que procesa información y de verdad cambia de marcha y se relaja, por muy presente que tenga todo lo que le queda por hacer en cuanto llegue a casa media hora más tarde.
La experiencia le ha enseñado que lo que mejor le sienta, de hecho, es no tener ninguna obligación demasiado presente ni hacer listas ni establecer un orden, si al fin y al cabo ya hace tiempo que no hay posibilidad de que ninguna se le olvide, porque no hay una sola obligación que no tenga automatizada. Si en lugar de entrar en casa y empezar a hacerlo todo casi sin pensar, que es como generalmente funciona, se dedicara todo el rato a decidir qué es conveniente hacer primero, o a recordar qué clase de producto hay que comprar para limpiar según qué suelo o qué ingrediente falta para preparar qué plato o cuál estaría bien usar porque ya lleva mucho en la nevera y es perecedero —si además de la jornada de ocho horas y las tres o cuatro de tareas domésticas tuviera que tenerlo todo siempre en cuenta para ahorrar y rendir más y aprovechar mejor el tiempo—, probablemente no le quedaría un segundo para detenerse y, por ejemplo, tratar de dejar la mente en blanco y sentir solo su presencia en un determinado espacio, como ahora mismo en la parada de autobús, ni para cualquier otra de esas cosas tontas que, aunque no sabría decir por qué, sí tiene claro que le sientan bien y que la avienen con la vida. Siempre que duda sobre si sería bueno pensar más a menudo en todo lo que siempre tiene por hacer, recuerda aquello que le aconsejó uno de los compañeros veteranos el día que empezó en el almacén. Al ver lo agobiada que estaba con la cantidad de palés que salían de un solo trailer y que iban acumulándose a la entrada, le dijo que el trabajo consistía exclusivamente en transportarlos con el toro hasta los módulos del fondo y que, aunque solo fuera por salud mental, tenía que intentar no contar nunca las cajas. Al jefe de almacén sí le tocaba comprobar las cantidades especificadas en cada albarán y tampoco le quedaba otro remedio, pero a ella no le iba a servir de nada, así que le recomendaba no contar nunca las cajas.
Por mucho que insista en decírselo a las chicas del picking que todavía no son madres, el momento al que sí se adelanta y que le hace más ilusión y visualiza más veces a lo largo del día no es el de recoger a su hijo en casa de su ex suegra entre ocho y ocho y cuarto de la tarde. En realidad al que más se anticipa, sobre todo en el trayecto que hace en bus, es al de tumbarse a última hora en el salón con todo recogido y la casa ya en silencio y el niño dormido hace un buen rato y estar cinco o diez minutos sin hacer nada con las manos, después de llevar todo el día con el volante del toro o la pistola del precinto o la fregona o el chupete o la cuchara azul con mango en forma de delfín, para después de esa pausa coger tranquilamente un mando, el de la tele o el de la consola, y desconectar un rato que siempre se le hace corto y que procura hacer pasar por largo a base de juegos mentales, como el de mantener una misma postura en el sofá hasta conseguir que se le duerma una parte del cuerpo. No siempre surte efecto, pero a veces sí siente que se le entumece un brazo o una pierna como si de verdad llevara así tumbada un rato largo. Siempre pone la alarma para el día siguiente en cuanto acaba de hacer cosas y después no vuelve a consultar la hora en el móvil ni en el horno ni en el escritorio del portátil mientras no sea por algo importante. La idea es no constatar que el tiempo que es para sí misma, el que le queda antes de caer rendida, muy pocas noches llega a durar una hora. Aunque siempre sabe de sobra si le quedan seis o cinco y media o cinco horas de sueño, en ese rato al menos no hay nada que le recuerde que ya es tarde y que el plazo hasta la siguiente sucesión de obligaciones de verdad es así de corto.
Está sentada en la parada y ya hace un rato que se fija en alguien que también está solo y sentado justo enfrente, en la parada que hay al otro lado de la calle, esperando el autobús que hace la misma ruta en sentido contrario. Es un hombre joven con un traje oscuro y algo en su postura la invita a pensar que no acostumbra a venir mucho por la zona. Parece estar desubicado, con la mirada de alguien que se está fijando en cosas que no ve muy a menudo, aunque quizá solo sea tímido y siempre parezca estar un poco incómodo allá donde vaya. Lo cierto es que tampoco está muy claro si siente incomodidad o cualquier otra cosa, o si más bien no está sintiendo nada. Ella ha elegido imaginarse que si hoy está aquí es por un trabajo que lo obliga a ir mucho de un lugar a otro, visitando empresas y reuniéndose con gente, y por alguna razón también cree que es evidente que no lleva mucho tiempo ocupando ese puesto. Tiene los brazos cruzados y sigue mirando al frente, más o menos en su dirección aunque no necesariamente a ella, sin preocuparse mucho por que a veces sí coincidan sus miradas y, al menos hasta donde ella alcanza a sentir, sin ejercer ninguna intimidación. La que sin duda está escrutando, y bastante, el aspecto o la expresión o el lenguaje corporal de quien tiene enfrente es ella, pero así y todo aún no ha logrado ver lo que siempre advierte enseguida sobre gente con la que coincide en un transporte público y que viaja sola, o que espera sola en una esquina o que va andando sola por la calle: si están nerviosos o tranquilos, en general con fuerzas y con ganas o más bien cansados o aburridos, si están deseando llegar a donde se dirigen y cambiar por fin de actividad o bien están conformes con esa situación y ese momento.
Hay algo en el gesto de ese hombre, o en la falta de correspondencia que ella nota entre su gesto y lo que pueda estar pensando, que la lleva a no apartar la vista mientras duda si ese algo es algo que lo hace muy humano o más bien todo lo contrario. Tal vez en realidad no haya ninguna falta de correspondencia entre su gesto y lo que piensa, sino solo la típica mirada desprovista de expresión que ella a veces también tiene y que acostumbra a verles a personas que han pasado muchas horas trabajando y que, cuando ya están de camino a casa, celebran tanto no tener que dedicarle un pensamiento más a su trabajo que casi parecen suspender cualquier actividad mental. Hay caras normales, desafectas, que no tienen por qué invitarla a pensar en vidas tristes ni especialmente dramáticas. Es más, en cierto modo cree que esa desafección es la que llega a resultarle tan cercana, tan auténtica, tan fácilmente vinculable a su experiencia de horas largas de trabajo y de trayectos y de esperas y resignaciones cotidianas. Por eso cree que a veces, cuando hay tiempo de fijarse y además se siente un poco vulnerable o susceptible o receptiva, se emociona. A lo mejor lo que está haciendo al mirarlo tan fijamente es verse también a sí misma —y el final de la jornada para ambos y el cansancio y las paradas de bus tan simétricas en medio de la recta desolada—, o tal vez sea su forma de darle las gracias por seguir allí sentado sin intimidarla en lo más mínimo, estando los dos tan solos ya de noche en el extremo menos transitado del polígono industrial. Sea como sea, cuanto más tiempo pase mirándolo así y sin que apenas cambie nada, más consciente va a ser de que hay algo alojado en ese gesto que, si se concentrara y consiguiera aislarlo del entorno, seguramente llegaría a hacerla llorar.
Y por supuesto luego está esa manía que tiene de imaginarse que se acuesta con personas a las que se queda mirando por la calle, como ahora mismo en la parada de autobús, aunque en realidad casi nunca intervenga en el proceso el menor estímulo sexual. Sin estar del todo atenta a lo que piensa, de pronto se abstrae y empieza a visualizar una escena y a evocar un ambiente y también el posible grado de tensión o de complicidad, los antecedentes y lo que podría pasar después, en general con bastante detenimiento y nitidez. Si ni siquiera hace falta que se haya sentido atraída por esa persona en cuestión, a veces cree que lo que está haciendo en el fondo es intentar refutar, aunque sea inconscientemente, la certeza algo así como vertiginosa de que, de toda esa gente que ve y con la que de repente se conmueve y a la que a simple vista sabe que en otra vida podría querer y ayudar y echar en falta y también decepcionar y herir y hacer reproches, está claro que con ninguno es muy probable que llegue a tener ninguna intimidad.